Chapter 3: Capítulo 3 Anochecer
Después de unos minutos de estar impactado por la escena que lo rodeaba y las múltiples preguntas que atormentaban su mente, el niño logró recuperar un poco la compostura y se preguntó: "¿Cómo llegué aquí? Lo último que recuerdo es estar en la fiesta… y luego, recuerdos borrosos del cielo rojo y una fuerte explosión... Después, todo se volvió oscuro y desperté rodeado de todo esto."
El niño es Eric, quien trágicamente había muerto por el impacto de fragmentos de roca lanzados por la erupción de un volcán.
Eric escrutó cada centímetro de su cuerpo en busca de heridas, pero no encontró ninguna. Sin embargo, su sorpresa se intensificó cuando notó que su cuerpo había cambiado drásticamente. Era más delgado, más pequeño, con extremidades finas y una complexión infantil. Se quedó mirando sus manos por unos segundos.
"¿Qué le pasó a mi cuerpo? ¿Ahora soy un niño?" pensó, con la frente fruncida.
No entendía nada. Para él, solo había pasado un instante, pero todo lo que le rodeaba era completamente distinto.
Al levantar la vista y ver las tres lunas colgando del cielo nocturno como faros alienígenas, comprendió una verdad irrefutable.
"Este lugar claramente no es la Tierra, y este no es mi cuerpo."
La idea lo golpeó con una frialdad extraña.
"Si lo último que recuerdo es eso... entonces, posiblemente morí. Tal vez se me ha otorgado una nueva oportunidad... o tal vez esto es una broma de muy mal gusto."
Miró a su alrededor, tratando de encontrar sentido a ese mundo desconocido. Tras unos segundos en silencio, murmuró para sí mismo:
"No creo que esto sea el infierno."
La idea de su muerte, aunque todavía abstracta, se asentaba poco a poco. No lloró. No gritó. Solo una quietud incómoda lo invadió al pensar en su familia, en lo que había dejado atrás.
"Estoy aquí por una razón. Aunque no la entienda, sé que ellos no querrían que me rindiera. Voy a luchar hasta el final, porque eso es lo que esperarían de mí. Además... me intriga saber a qué mundo he llegado."
Una vez logró calmar su mente, Eric se concentró en los niños que lo rodeaban dentro del carruaje. Era una estructura cerrada, robusta, de madera gruesa reforzada con pesadas barras de hierro oxidadas. No había ventanas, ni cojines, ni suelo firme. Solo paja sucia, el traqueteo constante del movimiento, y la sensación de estar en una prisión sobre ruedas. Aquello no era transporte: era una celda.
Los barrotes se extendían desde el suelo hasta el techo, permitiendo ver hacia afuera pero sin dar posibilidad de escape. Las puertas tenían cerraduras sólidas y marcas grabadas en el hierro: símbolos desconocidos que le transmitían un aire ritualista, como si fueran sellos para contener algo peligroso. Clavos grandes y pesados sellaban las esquinas. Era una trampa hecha para resistir.
Los demás niños llevaban ropa anticuada, ruda, de telas ásperas y maltratadas. Túnicas de lana, pantalones de lino atados con cordeles, faldas de tela gruesa, zapatos de cuero gastado o pies descalzos. Los colores eran apagados: tierra, gris, marrón. Algunos tenían remiendos; otros, apenas cubrían lo básico.
Eric contó once en total: seis varones y cinco niñas, con edades entre los nueve y los catorce años. Todos estaban despiertos. La mayoría tenía la mirada fija, perdida, o cargada de miedo. Una niña pequeña sollozaba encogida en una esquina, mientras otra, un poco mayor, la abrazaba sin saber bien qué decir.
Mientras observaba, una mano se posó en su hombro. Eric reaccionó de inmediato, girándose con tensión. Frente a él había un niño algo mayor que él, que lo miraba con atención.
Lo primero que notó fue su ropa. No eran harapos: vestía una camisa de lino blanco de manga larga, un pantalón gris oscuro de corte definido y botas negras de cuero bien conservadas. Su aspecto contrastaba con el resto, como si hubiese sido capturado en otras condiciones.
"¿Estás bien? Casi pensé que estabas muerto, por todo el tiempo que estuviste inconsciente", dijo el niño.
"Estoy bien. ¿Sabes lo que está pasando?" preguntó Eric.
"Fuimos secuestrados por los magos negros… o brujos, como quieras llamarlos, mientras nuestra caravana se dirigía a la Torre del Alba. Hubo una gran batalla entre los magos blancos y ellos. Muchos murieron. No sé si fue suerte sobrevivir, o si algo peor nos espera, pero aquí estamos, prisioneros en jaulas. Seguramente nos llevarán a su torre", explicó el niño con naturalidad inquietante.
"¿Moriremos?" preguntó Eric, directo.
"No lo creo. Al menos no todavía. Escuché a mi padre decir que estos tipos a veces reclutan niños para sus torres… o simplemente los secuestran cuando van camino a otra. Así no pierden tiempo buscándolos."
"¿Reclutarlos para qué?"
"¿No es obvio? Para ser magos. Por eso íbamos a la Torre del Alba. Incluso ellos necesitan aprendices, aunque sus métodos no sean precisamente civilizados. Su reputación... no es buena."
El niño se encogió de hombros. Luego cambió de tono:
"Terminando el tema, soy Aiden. ¿Cómo te llamas?"
"Eric. Gracias por responder a mis preguntas", dijo Eric.
"Tienes un buen punto. Es fácil trabajar con personas razonables. Y con lo que me contaste, ese lugar no debe ser nada fácil... nunca está de más contar con algo de ayuda", añadió, mirando a la niña mayor que consolaba a la pequeña.
"Sí. Ahora lo importante es estar unidos para lo que venga", dijo Aiden. Su mirada se detuvo un instante en la niña más pequeña, con cierto desdén. No dijo nada más.
De repente, Eric sintió un escalofrío en la espalda, como si un depredador lo estuviera acechando. Cuando se dio la vuelta, vio a una enorme araña con el cuerpo gris ceniza y un brillo metálico que reflejaba la tenue luz de las lunas. Sus patas eran robustas y espinosas, terminando en garras puntiagudas. Sus ojos, agrupados en un patrón inquietante, eran de un verde fosforescente. De su abdomen emergían filamentos oscuros que se movían como tentáculos, y desde su boca, bordeada de innumerables colmillos afilados como cuchillos, brotaba un poco de líquido viscoso que, al tocar la madera del carruaje, empezaba a burbujear y desprender vapores.
Al observar tal monstruo, Eric, al igual que los otros niños en el carruaje, estaba completamente aterrorizado, temiendo lo que la araña podría hacerles. Al ver que no se movía, nadie se atrevió a hacer un movimiento o ruido por temor a que el ser los matara. Vieron al monstruo abrir la boca, como si se preparara para su festín, cuando de repente habló:
"Nos complace aceptar a los nuevos aprendices de la Torre de la Noche Eterna. Me llamo Adam. Estoy complacido de ver tanta carne nueva y de ver qué posibles usos tendrán cada uno de ustedes. Por ser hoy un gran día, les voy a dar un consejo: recen a sus dioses para que obtengan una buena calificación al llegar, porque su vida depende de ello. Quizás les respondan, jajaja", dijo Adam, terminando con una risa retorcida, metálica y entrecortada.
Cuando la araña terminó de reír, Eric la vio saltar hacia el frente de la caravana, acompañada por otras arañas que estaban en los carruajes al frente y atrás del suyo. Esas arañas se dirigieron al carruaje más grande de todos, donde una figura con una túnica negra y una máscara yacía sobre él. Al llegar, las arañas se lanzaron al cuerpo del hombre como si quisieran devorarlo, pero Eric, debido a la distancia, solo pudo ver que desaparecieron al tocar la figura.