Marvel: Dragón Blanco

Chapter 21: Capítulo 16 - El Aliento del Santuario. La Niebla de la Eternidad. El Ojo que Restaura



Como prometí... Aquí están los capítulos. El mensaje que está debajo lo escribí hace una semana, y terminé los cinco caps hoy.

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¡Confesión de autor! ( ̄ω ̄;)

Para ser sincero no tengo niii idea de hacia dónde va este fanfiction. Al principio, la idea me parecía brillante como un atardecer en la playa en mi cabeza, pero ahora… Bueno, es como intentar armar un rompecabezas sin la imagen de referencia (¿me entienden? ¡Es un caos de ideas!).

¡Pero no se preocupen! (◕‿◕)... Aunque me lleve 10 años, 20, o hasta que mi celular se convierta en una reliquia antigua… ¡Esta historia tendrá su final! (ง•̀_•́)ง

Y ahora… ¡Comencemos con el capítulo! ~(つˆ0ˆ)つ。☆

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Ubicación: Kamar-Taj – Ala de la Contemplación Silente – Mismo Día del Encuentro entre Nick, los X-Men y la Interferencia de Daredevil en el Muelle etc...

La luz del amanecer en Kamar-Taj no era como la de otros lugares del mundo. No se vertía a raudales, sino que se filtraba con solemnidad, como si la propia montaña tamizara el tiempo y el espacio. En el Ala de la Contemplación Silente, una de las secciones más antiguas y resguardadas del santuario, el aire era denso con el aroma de incienso quemado y sándalo, mezclado con un tenue olor a piedra húmeda y la frescura ozónica que a veces acompañaba la presencia de energía primordial.

La sala carecía de ventanas visibles, pero sus paredes eran una obra de arte en sí mismas: piedra de tonos terrosos tallada con intrincados murales que narraban la historia cósmica mediante símbolos y figuras etéreas. No eran simples grabados; parecían latir con la luz cambiante, los trazos de antiguos maestros vibrando con una sabiduría que trascendía los eones. Aquí, una constelación brillaba con polvo dorado; allá, una figura humanoide estaba envuelta en una nebulosa blanca tenue, con ojos de un ámbar profundo que parecían observar todo cuando estaban abiertos.

En el centro de la habitación, un tapiz circular de seda envejecida cubría gran parte del suelo de piedra pulida, con patrones geométricos que irradiaban hacia fuera desde un punto central. Estaba rodeado por cojines de meditación hechos de textiles rústicos, cuya tela parecía tan antigua como las propias montañas que abrazaban Kamar-Taj. Velas bajas de cera de abeja, dispuestas sobre pequeñas repisas de madera, parpadeaban suavemente, proyectando sombras danzantes que dotaban de movimiento a las tallas en las paredes.

El mobiliario era espartano, pero profundamente intencionado.

Pequeñas mesas de madera oscura, suavizadas por incontables manos a través del tiempo, sostenían pergaminos enrollados atados con cuerda de cáñamo y tazas de té vacías. Estantes discretamente integrados en la piedra albergaban textos antiguos con tapas de cuero repujado y símbolos indescifrables, cada uno emanando la silenciosa respiración de un conocimiento perdido.

El silencio no era un vacío, sino una presencia en sí misma. Era una quietud colmada, una pausa ritual que invitaba a la introspección y a la percepción más allá de los cinco sentidos. Se sentía la huella de milenios de meditación, de secretos susurrados y batallas místicas selladas entre sus muros. Era un espacio donde el tiempo se ralentizaba, donde cada respiración parecía más densa, y donde la frontera entre lo real y lo etéreo se desdibujaba hasta casi desaparecer.

En el centro exacto del tapiz, sobre el más amplio de los cojines, una figura permanecía inmóvil en posición de loto. Su piel, aún pálida y con destellos azulados apenas perceptibles, contrastaba con la calidez terrosa del entorno. Era Crysvélia, y el aire a su alrededor vibraba con una tensión sutil, casi imperceptible, como una cuerda de violín a punto de ser pulsada.

El tiempo no existía para Crysvélia en ese estado de meditación.

Su mente milenaria se extendía, pero no a través de recuerdos lineales, sino que flotaba suspendida en un vasto océano de energía consciente. Entonces, como el amanecer irrumpe tras la noche más densa, sus ojos se abrieron, revelando un ámbar intenso que ardía con la profundidad de estrellas antiguas, proyectando una luz cálida sobre los contornos de su iris.

No hubo parpadeo, solo una mirada fija, inmóvil, que absorbía el entorno con una intensidad sobrenatural: los murales danzantes, las velas temblorosas, todo parecía vibrar de forma distinta ahora, como si el mundo hubiera cambiado de frecuencia.

Pasados unos segundos, su enfoque se retrajo del exterior para dirigirse hacia su centro. Un zumbido tenue, apenas audible, llenó el espacio inmediato a su alrededor, una melodía vibracional de poder concentrado. De su piel se filtraba una niebla inmaculada, blanca y translúcida, que ascendía en espirales suaves como volutas de vapor helado flotando en un aire tibio.

No era humo ni éter: era energía densificada, visible no solo por su color, sino por la forma en que refractaba la tenue luz de las velas y por el leve pulso gravitacional que alteraba la atmósfera.

A medida que la niebla se expandía, el cojín de meditación que sostenía su cuerpo perdió contacto con el suelo. Crysvélia se elevó sin esfuerzo, sin el menor suspiro o señal de tensión, flotando a escasos centímetros del tapiz. Su figura parecía suspendida dentro de una nebulosa viviente, la Bio-Energía Cósmica Primordial manifestada en su forma más serena. No era una fuerza ruidosa ni destructiva; era la manifestación de un equilibrio absoluto, una presencia constante y gélida, un susurro de la creación misma encapsulado en un cuerpo. Las partículas del aire parecían danzar a su alrededor, atrapadas en el campo de gravedad suave de su poder.

Con los ojos aún abiertos, fijos ahora en su propia emanación, Crysvélia profundizó su conexión. La niebla se hizo más densa, casi luminosa. La temperatura de la sala descendió sutilmente. Y un escalofrío recorrió la piedra de las paredes, como si el propio Kamar-Taj reconociera y respondiera al despertar de una fuerza ancestral, contenida en esa batería helada y viviente.

El sutil escalofrío en la piedra dio paso a algo más profundo. La niebla blanca que envolvía a Crysvélia se intensificó, expandiéndose con una velocidad antinatural. El aire de la habitación se volvió brumoso, denso con esa energía gélida y primitiva. Un frío cortante y penetrante se deslizó por cada superficie, no como una brisa invernal, sino como una entidad viva que invadía hasta la molécula más íntima del santuario.

Primero, cedieron las paredes de piedra. Pequeños cristales de hielo comenzaron a brotar, diminutas escamas blancas que emergían desde las grietas y los bordes ocultos, como si la roca exhalara una helada ancestral. Estos cristales crecieron con rapidez implacable, tejiendo una red fractal compleja: líneas finas que se bifurcaban y ramificaban como raíces de escarcha. En cuestión de segundos, los antiguos murales quedaron atrapados bajo una capa translúcida, sus constelaciones doradas y figuras etéreas convertidas ahora en ecos congelados de un pasado distante.

El color de la habitación cambió radicalmente. Las tonalidades terrosas se desvanecieron bajo una pátina de celeste pálido y blanco níveo, un fenómeno óptico causado por la difracción de la luz a través millones de cristales microscópicos. La luz de las velas, antes cálida y palpitante, ahora se refractaba en destellos helados, proyectando sombras alargadas y distorsionadas que giraban lentamente como si buscaran escapar.

Las velas mismas no ardieron: sus llamas se extinguieron con un suave siseo, dejando tras de sí vapor congelado que se elevó en espirales desde las mechas inertes.

La cera solidificada quedó atrapada en formas grotescas, petrificada en su último aliento de goteo.

Las mesas de madera oscura crujieron bajo una capa de escarcha nacarada, y los pergaminos, alguna vez suaves y maleables, se volvieron duros y crujientes, sus tintas borradas por la helada. Incluso las cuerdas de cáñamo se endurecieron y quebraron al menor contacto, transformadas en filamentos frágiles.

El tapiz central, antiguo y sagrado, se congeló por completo. Sus patrones geométricos quedaron definidos por cristales de hielo que se aferraban a cada hebra, acentuando sus formas con un relieve brillante y gélido. Los cojines de meditación se endurecieron como rocas, sus telas rústicas convertidas en bloques inflexibles cubiertos por una escarcha tan fina como un musgo invernal.

La temperatura cayó en picada.

Cada segundo era más frío que el anterior. Un sonido sordo, parecido al crujir de un glaciar vivo, se dejó oír mientras la humedad suspendida en el aire se cristalizaba a una velocidad alarmante. Pequeñas agujas de hielo se formaban en el vacío, flotaban apenas unos instantes y luego se adherían a lo que encontraran, sellando todo bajo un velo helado. "Telas de araña" cristalinas treparon por paredes y techos, conectando cada rincón de la sala como si se tratara de un corazón congelado, con venas azules pulsando en silencio bajo la superficie.

En cuestión de segundos, el Ala de la Contemplación Silente se transformó en una cámara de hielo absoluto. Un santuario mágico sepultado bajo una belleza letal, cristalina e inmutable. Cada objeto, cada mural, cada mota de polvo, quedó preservada bajo una capa de hielo duro y transparente, como si el tiempo mismo hubiera sido sellado. Y en el centro de todo, Crysvélia seguía flotando, con su figura inalterada, rodeada de la niebla que ya no era solo una nebulosa de energía... Ahora era el origen de esta metamorfosis glacial.

Mientras el ambiente del Ala de la Contemplación Silente se transformaba en una reliquia gélida, una figura se materializó con la misma quietud con la que había nacido la tormenta helada.

Era la Ancestral.

No hubo destello dramático, ni apertura de un portal estruendoso. Simplemente apareció, flotando a pocos metros de Crysvélia, con los pies apenas rozando el suelo helado que antes había sido un tapiz. Su túnica color azafrán, inmaculada y cálida, contrastaba vivamente con el azul pálido y el blanco cristalino del paisaje congelado.

El aire a su alrededor vibraba con una energía distinta, no una que congelaba, sino que armonizaba. Sus ojos, por lo general serenos y profundos, se movían con una curiosidad mesurada mientras recorrían el entorno transformado. No había sorpresa ni pánico en su rostro, sólo una evaluación meticulosa y la aceptación natural de lo que era una manifestación poderosa. Observó los murales cubiertos de escarcha, las velas apagadas, los tejidos petrificados, antes de posar la mirada en Crysvélia, aún suspendida en su nebulosa blanca.

—Interesante —murmuró la Ancestral, su voz un hilo de calma que atravesaba el silencio glacial como una campana tibetana al borde del despertar. No era un juicio, sino una simple observación, la de un maestro que contempla una variable inesperada en un complejo patrón universal.

Levantó una mano, sus dedos ejecutando movimientos complejos en el aire, como si tejiera símbolos invisibles. Con cada gesto, filamentos de energía naranja surgieron de su palma, trenzándose y desplegándose como un engranaje etéreo que emergía de la nada. Cada hilo parecía contener un algoritmo antiguo, un lenguaje místico sólo conocido por quienes habitan en los pliegues del tiempo.

Esta energía no buscaba destruir el hielo, sino rodear con cuidado la fuente que lo había generado. Los filamentos naranjas formaron una esfera translúcida de magia pura que comenzó a envolver a Crysvélia.

No era una prisión ni una barrera coercitiva, sino un santuario, un útero de energía contenida que encapsulaba su aura blanca y gélida. A medida que la esfera se cerraba, la temperatura dentro de ella se estabilizaba, y la expansión del frío más allá de sus límites se detuvo de inmediato.

Así, el mundo exterior más allá de las paredes, Kamar-Taj, quedó a salvo de la congelación absoluta.

Una vez que el escudo fue sellado, la Ancestral bajó lentamente su mano. Cerró los ojos por un instante, y cuando los abrió, el Ojo de Agamotto que colgaba en su cuello emitía un resplandor verde tenue, constante. Con un movimiento deliberado de la muñeca izquierda, ejecutó un gesto circular, como si girara la manecilla de un reloj antiguo.

El efecto fue inmediato y sutil, pero irrefutable.

Las agujas de hielo suspendidas en el aire comenzaron a retroceder, desintegrándose en vapor invisible. Las telarañas cristalinas que cubrían las paredes y el mobiliario se retrajeron como si alguien rebobinara el tiempo, desapareciendo sin dejar un solo rastro de escarcha. El hielo no se rompía: simplemente dejaba de existir.

El blanco y celeste de la habitación dio paso lenta, pero inexorablemente a los tonos terrosos originales, las velas volvieron a encenderse con un parpadeo tímido, y el tapiz central y los cojines recuperaron su suavidad flexible como si el hielo jamás hubiera existido en ellos. Fue como si la historia se hubiera reescrito bajo una voluntad mayor, deshaciendo la congelación sin dejar rastro de su paso; una demostración de absoluto control temporal y mágico que la Ancestral poseía.

El aire se llenó otra vez con el aroma de incienso, el sándalo regresó al ambiente, y la temperatura abandonó su umbral glacial. El silencio que quedaba no era el del frío, sino el original: el de la contemplación. Solo el zumbido constante y suave del escudo de energía que rodeaba a Crysvélia persistía, recordando que algo extraordinario acababa de ocurrir.

La Ancestral observó su obra con la misma serenidad con la que había llegado. Con la habitación restaurada y la fuente del fenómeno contenida de manera segura, volvió su atención hacia Crysvélia. Su mirada era ahora más profunda, no de juicio, sino de contemplación. Y el Ojo de Agamotto, satisfecho, dejó de brillar.

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