El Ascenso de los Erenford

Chapter 83: LXXXIII



Roderic observaba el campo de batalla desde la altura de su cuartel general, una meseta rocosa reforzada con empalizadas de madera y estacas de hierro. El viento le agitaba la capa mientras sus ojos, helados y serenos como un lago en pleno invierno, recorrían la carnicería que se extendía ante él. Bajo sus pies, la guerra rugía como una bestia con mil fauces abiertas.

Los cañones que le había otorgado Iván, aquellos ingenios de bronce ruidosos y voraces, habían cumplido su papel con efectividad devastadora. Aunque lentos en recargar, y limitados por la escasez de proyectiles, su impacto inicial fue demoledor. Sus truenos aún resonaban en los valles, y el humo de pólvora seguía flotando como una nube negra, densa y corrosiva. No eran las piezas mas precisas, pero en el momento oportuno habían abierto brechas del tamaño de una torre en las líneas enemigas y apesar de la diciplina se denotaba el miedo de los soldados enemigos. Roderic lo sabía: los cañones no eran magicos ni milagrosos que le harian ganar batallas… pero sí las desmoronaban y eran bastantes curiosos.

Su ejército estaba abrumando al enemigo. En la vanguardia, la infantería pesada de las Legiones de Hierro avanzaba con precisión quirúrgica, implacable y metódica, como una corriente de lava que devoraba todo a su paso. Habían aprovechado con perversa eficacia las dos enormes brechas abiertas por Viktor y Vladis en las filas de la compañía mercenaria thaekiana, que representaba más de la mitad del contingente del ejercito enemigo. A cada embestida, los legionarios zusianos ensanchaban las hendiduras con una presión brutal, abriendo la carne del frente contrario como si fueran costillas arrancadas con manos desnudas.

Los legionarios del Cuervo, endurecidos mercenarios al servicio de Thaekar, apenas lograban mantener la cohesión. Su formación, aunque disciplinada, comenzaba a resquebrajarse. No por cobardía ni debilidad, sino porque el peso de la embestida zusiana era sencillamente inhumano. Sin su capitán, la vanguardia ya habría colapsado. Se aferraban a su centro como clavos torcidos en madera podrida, resistiendo con una testarudez que Roderic reconocía… y respetaba. Pero sabían que era solo cuestión de tiempo.

En los costados, las alas del ejército, la infantería media de las Legiones de Hierro también avanzaba, chocando contra la infantería pesada thaekiana. Una lucha reñida, sí, pero progresivamente inclinada a favor de los zusianos. Los escudos cometa y hachas de peto avanzaban en un ritmo acompasado, abrumando poco a poco a las defensas enemigas, desmembrando líneas y triturando costillas con frialdad escalofriante para cualqueir enemigo. Gritos de dolor y órdenes rotas se mezclaban en el aire como una sinfonía maldita.

Roderic no sonreía. No sentía júbilo. Solo evaluaba. Medía. Calculaba.

Sus ojos azules no mostraban emoción, ni arrogancia, ni impaciencia. No subestimaba a sus enemigos. Pero sí era honesto consigo mismo. Pocos de los que estaban participado en esta campaña, aún entre sus enemigos más renombrados, apenas serían rivales entretenidos. Y esos dos generales thaekianos, por ahora, no lo habían impresionado. No como esperaba.

Los había probado, claro. Les había enviado diez mil de sus Lobos Negros. Su guardia personal. Ademas de porsupuesto, su espada y martillo. Si no podían sobrevivir a Viktor y Vladis, no merecían ser llamados líderes.

A su izquierda, su sombra táctica, su mano izquierda, Leontius Drakovic —el Calculador, el Ojo del Demonio— se acercó con su andar firme y casi silencioso. Era atlético, más esbelto que robusto, con una presencia que emanaba autoridad intelectual más que fuerza física. Tenia el rostro anguloso y sereno, enmarcado por una barba corta y bien delineada. Sus ojos, azul eléctrico, escudriñaban el campo de batalla como si cada unidad fuera una ficha en un tablero de ajedrez que solo él entendía por completo. Su cabello largo y oscuro caía por su espalda como una cortina de sombras. Vestía la armadura negra con detalles púrpura bruñido de los Lobos Negros, su guardia personal, pero con una sobriedad que hacía que el resto de los oficiales parecieran actores en una obra vulgar.

—Pensé que sería más complicado —murmuró, con esa cadencia tranquila y sarcástica que lo caracterizaba. No era arrogancia. Era certeza metódica.

—No los subestimes —respondió Roderic sin apartar la mirada de las líneas rotas—. Aún tienen superioridad numérica. Y no pelean mal. Son tercos. Serios. Cuerpos disciplinados que aguantan más de lo que deberían...

—Jamás subestimo a nadie —replicó Leontius con una sonrisa breve—. Solo digo que mientras más fácil caigan… mejor será para nosotros.

No hubo más palabras entre ellos. El viento soplaba entre ambos como un cuchillo sin filo, arrastrando el polvo de huesos y los gritos lejanos de los moribundos.

Roderic entonces desvió la mirada hacia su derecha.

—Dime, Vladamir… ¿qué opinas de cómo se ha desarrollado esta batalla?

Su voz era firme, sin adornos. Una pregunta que solo podía dirigirse a alguien en quien confiaba plenamente.

A su lado estaba su primer martillo y espada, su puño, su ejecución hecha carne: Vladamir Draculov, la Tempestad del Coloso. Era un titán de carne, una figura sacada de las leyendas. Más de dos metros de músculo sólido, envuelto en acero. Su armadura, ennegrecida por la guerra, llevaba las marcas de cientos de combates, cicatrices de acero sobre acero. Su rostro era una escultura brutal: mandíbula cuadrada, pómulos marcados, barba negra espesa que contrastaba con su piel pálida como la ceniza. Su cabello largo, oscuro con reflejos grises como cuchillas viejas, caía sobre sus hombros en ondas gruesas.

Una cicatriz delgada, pero profunda, le cruzaba la frente desde la ceja derecha hasta la línea del cabello, como una herida eterna que jamás cerró del todo. Sus ojos, de un gris sombrío, eran calmos… pero no muertos. Contenían tormentas, memorias, determinación. Y tristeza. Una tristeza tan honda que parecía haber nacido con ella.

No habló enseguida. Miró el campo de batalla con la calma de un sacerdote negro ante un altar ensangrentado de las ofrendas y sacrificios, como si escuchara su respiración. El estruendo del combate, el crujido de las armaduras astilladas, los alaridos de los moribundos, las órdenes ahogadas entre el rugido del acero y la sangre, los tambores lejanos… todo aquello no era caos para él. Era música. Una sinfonía brutal y ancestral que conocía tan íntimamente como una oración murmurada en la infancia.

—Ordenada. Calculada. Pero aún no definitiva —murmuró Vladamir, su voz profunda arrastrando cada palabra como si tallara piedra con ellas—. Están resistiendo más de lo que pensé. Esa línea mercenaria... aún no se ha roto por completo, a pesar de que mi hermano y Vladis abrieron dos brechas enormes entre sus filas. Y en los flancos... su infantería pesada no cede. Pelean como animales acorralados. Rabiosos, desesperados, pero efectivos. No se rompen. Todavía no.

Sus palabras no eran alabanza, ni duda. Eran hechos, dictados con la crudeza del juicio de un verdugo. Fríos. Reales.

—Diría que estamos a medio camino —añadió sin girar el rostro, sus ojos grises fijos en el horizonte desgarrado—. Y aún no he visto todo lo que esos dos generales son capaces de hacer. No han mostrado sus garras... pero tampoco han corrido. Eso dice mucho.

Roderic asintió, despacio, como quien recibe la confirmación de algo que ya sabía, pero necesitaba oír con voz ajena para convertirlo en certeza. El viento levantaba su capa negra, la cual ondeaba con pereza, como si incluso la tela sintiera el peso del juicio que pendía sobre el campo.

—Por eso envié a Viktor y Vladis —dijo, y su voz era como una hoja afilada deslizándose sobre mármol—. No por necesidad. Por curiosidad. Quiero ver si esos dos generales thaekianos son auténticos comandantes... o simplemente otra estatua decorativa vestida de plata y roída por dentro.

Su tono no tenía desprecio, tenía hambre.

Porque si lograban sobrevivir a su espada y martillo, si eran capaces de ralentizar, siquiera por un instante, el paso imparable de diez mil Lobos Negros… entonces se habrían ganado algo más valioso que su temor o su odio: su atención. Su interés.

Y no para parlamentar.

No para negociar.

Para aplastarlos. Para cazarlos. Para arrancarles la vida con sus propias manos, como se arranca un emblema falso del pecho de un traidor.

Después de todo, pocas cosas igualaban la satisfacción de matar con sus propias manos a un general enemigo. Era personal. Era justo. Era ritual. Especialmente si ese general se había ganado, aunque fuera por un instante, su respeto.

Y además, Roderic lo sabía bien: su ejército aún no se había desplegado por completo. Había enviado solo una porción de su verdadera fuerza. Mucho del grueso seguía en reserva, observando, esperando. Evaluando. Y en la vanguardia, no eran legionarios comunes quienes llevaban el peso. No. Eran las legiones de hierro personales de Roderic. Sus diez legiones. Sus joyas de guerra. Su orgullo.

Diez legiones que no respondían al Ducado. Respondían a él.

Diez legiones formadas, entrenadas, armadas y endurecidas para un solo propósito: la aniquilación total.

Eran consideradas las mejores legiones del Ducado por una razón. Cada una de ellas era un martillo de hierro, una máquina forjada en el crisol de mil campañas. No había en ellas espacio para la debilidad, la vacilación o el error.

Y aún así, Friedrich von Schwarzeck, el tercer general, y Wilhelm von Thornhart, el sexto, resistían. No se replegaban. No huían. No imploraban.

Por eso no se las dejaría fácil.

Su misión era clara: avanzar como una de las dos vanguardias principales, romper el corazón del ejército thaekiano, y dar un rodeo amplio, sellar los flancos y convertir su retaguardia en una trampa sin salida.

Pero aún faltaba la orden final. Y llegó.

Roderic giró el rostro hacia sus mensajeros con la misma lentitud con la que cae una guillotina. No necesitó alzar la voz. No necesitaba imponerse por gritos. Su tono era suficiente: preciso, afilado, implacable.

—Que la caballería media regular comience a dar un rodeo. —Sus palabras eran como cuchillas cruzando el aire—. Quiero que presionen los flancos. Que se integren con la infantería media y actúen como una sola fuerza. Su papel no es avanzar, es ahogar. Que se encarguen de interceptar cualquier intento de carga de la caballería enemiga antes de que tomen la iniciativa. Aún están frescos. No los quiero molestando en alguna maniobra.

El mensajero asentía frenéticamente mientras anotaba cada palabra con rapidez nerviosa. A su alrededor, los portaestandartes ya levantaban sus pendones con movimientos coreografiados. Los cuernistas llevaban sus instrumentos a los labios, y los tamboristas redoblaban con violencia, sus tambores resonando como truenos a través del campo. Las órdenes estaban siendo lanzadas al corazón mismo del ejército.

—Quiero que la caballería pesada de élite de las Legiones de Hierro se adelante. —La voz de Roderic se volvió aún más cortante, como si hablara de una ejecución inminente—. Que atraviesen la formación de los Legionarios del Cuervo. Que rompan la línea como una lanza rompe una costilla. Quiero ver esa línea partida en dos. Ordena también que la caballería pesada de élite de mis legiones personales se prepare para moverse —continuó, sin una pausa para respirar—. Que se mantengan justo detrás del frente, listas para avanzar al siguiente anillo de presión en cuanto se abra una brecha. Quiero una ola tras otra, sin espacio para que los enemigos puedan reagruparse.

Una nube de proyectiles cruzó el cielo, oscureciendo la luz, como un eclipse provocado por flechas, virotes y piedras. Una sombra viva que crecía con cada instante.

Roderic no parpadeó. Su voz era un martillo al rojo vivo golpeando el yunque del mundo.

—Que la caballería pesada regular de las cuarenta y seis legiones del frente avancen. Que empujen desde los costados hacia el eje de asalto. Quiero que refuercen la punta del martillo que encabezan Viktor y Vladislav.

Y entonces, sin bajar el tono, sin ceder un ápice de severidad, añadió:

—Y por último… que las unidades de arqueros y ballesteros se dispersen. Quiero que se adelanten lo suficiente, sin exponerse de forma estúpida, y empiecen a concentrar fuego en los sectores debilitados. Que disparen por impacto, no por volumen. Que busquen grietas y fracturas.

Mientras hablaba, sus órdenes ya eran obedecidas. Las formaciones se rompían y reorganizaban con la precisión de un organismo vivo entrenado para el exterminio. Los estandartes ondeaban como sombras dictando sentencia. El sonido de los cuernos y tambores resonaron cortaba el aire como cuchillas, profundo y vibrante, haciendo temblar las costillas de los hombres.

Y entonces, como un rugido que partiera los cielos, la caballería pesada de élite —más de cincuenta mil jinetes— comenzaron su acometida. Se dividieron en dos columnas implacables, cada una dirigiéndose hacia una de las dos grandes fracturas abiertas por Viktor y Vladislav, donde las líneas de la Legión del Cuervo resistían por pura disciplina, pero cada vez más cerca de su punto de quiebre.

Las hileras de infantería pesada se abrieron como una boca hambrienta para dejarles paso, y luego se cerraron tras ellos como un abrazo de muerte.

Los martillos de guerra descendían, pesados, inmensos, con pinchos y filos dentados, no golpeaban: pulverizaban. Cada impacto no solo mataba, sino que despedazaba la carne, astillaba huesos, y reducía cuerpos enteros a una masa irreconocible de carne destrozada y metal deformado. Cada jinete era una tempestad de muerte, una amalgama de músculo, furia y acero que se lanzaba sobre las líneas enemigas como si desearan arrancar la realidad misma de cuajo.

Un martillo cayó sobre un yelmo, y el cráneo bajo él se aplastó como un huevo podrido, con un sonido húmedo y brutal que se perdió entre los alaridos. La sangre brotó en chorro, salpicando los ojos del legionario de al lado, que apenas tuvo tiempo de levantar su arma antes de que otro golpe lo alcanzara, partiéndolo en dos desde el hombro hasta la cadera. Sus costillas salieron volando en un arco sangriento, sus pulmones se arrastraron por el aire como alas carnosas antes de chocar contra el barro teñido de rojo.

Los jinetes arremetían sin piedad. Uno de ellos embistió con tal fuerza que tres hombres volaron por los aires, quebrados, como muñecos de trapo. Otro, con una risa gutural, machacó a vaarias docenes hacia el suelo con su martillo, levantando una ola de lodo y sangre que cubrió media docena de legionarios del cuervo. Su siguiente golpe alcanzó a un legionario por la espalda, aplastándolo contra su compañero al frente, fusionando ambos cuerpos en una masa imposible de carne comprimida, metal retorcido y gritos extinguidos.

Las vísceras se colgaban de las armaduras como banderas de derrota. Los intestinos arrastraban por el suelo, envueltos en barro, trozos de hueso y grasa. Un brazo cercenado todavía se movía por reflejo, intentando alcanzar algo que ya no existía. Un grito agudo estalló cuando un legionario del cuervo, medio vivo aún, trató de contener sus entrañas con las manos mientras el calor de la sangre se escapaba como vapor. Otro, sin mandíbula, vomitaba sangre por el cuello abierto, tambaleándose antes de ser atravesado por una jabalina rota como si fuera un trapo usado.

Los Legionarios del Cuervo, firmes, disciplinados, no gritaban, no rogaban. Pero sus cuerpos sí. Gritaban con cada hueso que se partía, con cada carne desgarrada, con cada ojo que era reventado por la presión de un impacto. Se mantenían erguidos incluso con las piernas partidas, apoyados en sus compañeros, escudos aún en alto, mientras el resto de su cuerpo colapsaba lentamente, negándose a caer hasta que la muerte los desactivara por completo.

Uno de los jinetes desgarró el yelmo y rostro de un capitán con la parte dentada de su martillo, arrancándole media cara, dejando al descubierto dientes, lengua, y el temblor del músculo desnudo. El capitán cayó sin gritar, sin emitir un sonido más allá del gorgoteo seco que brotaba de su tráquea mutilada. Otro martillo cayó con tal fuerza que aplastó a dos hombres, uno sobre otro, reventando las vértebras del primero y partiendo el cráneo del segundo como si fuese una frutas podridas.

El lodazal aumento, mas putrefacto donde la sangre corría por canales formados entre las huellas de la batalla. Los cadáveres se apilaban, algunos partidos en secciones grotescas, otros sin rostro, otros aún moviéndose, arrastrándose como larvas humanas entre restos de vísceras, buscando armas, buscando morir matando al menos a su asesino.

Y aún así, la Legión del Cuervo no rompía del todo. Retrocedían, sí, pero como un mar de cuchillas. Cada caída era reemplazada. Cada hueco cubierto. Incluso al morir, se desplomaban en posición, protegiendo al de al lado, dejando el escudo como muro final, como si su último acto de voluntad fuera impedir que la línea se quebrara. Sus alabardas, muchas ya astilladas, seguían intentando abrirse paso entre la tormenta de carne y furia que eran los jinetes. Y aún rotas, aún bañadas en sangre y dientes, se alzaban otra vez.

Pero la violencia era demasiado. El embate era monstruoso. Hombres que habían resistido guerras enteras eran triturados como si fuesen de papel. Un escuadrón entero fue reducido a una pila de miembros desordenados en segundos. Y en medio de todo, el rugido de los jinetes no cesaba. Una mezcla de furia, gloria, y locura.

En los flancos, la caballería media zusiana se desplegaba como una tempestad negra, una marea de acero y carne que se deslizaba por el campo de batalla con una furia imparable. Novecientos veinte mil jinetes medios, blindados con corazas manchadas de sangre seca, y otros trescientos sesenta y ocho mil jinetes de élite —auténticas bestias humanas— formaban cuñas que se lanzaban al galope como cuchillas vivientes, partiendo las líneas enemigas con precisión aterradora. Cada embestida era un puñetazo colosal contra la moral enemiga. Las alabardas impactaban con fuerza suficiente para atravesar dos hombres a la vez; los cascos trituraban costillas, cráneos, piernas; las hachas caían sin piedad, arrancando miembros, abriendo torsos, dejando tras de sí una estela de cuerpos mutilados, entre gritos agónicos y vísceras humeantes.

Allí, la lucha era distinta. Más cerrada. Más personal. Más asquerosamente humana.

Los Batallones de Plata resistían con disciplina helada. Los thaekianos cerraban filas con los cuerpos aún calientes de sus camaradas, pisoteando intestinos salpicados, escupiendo dientes mientras alzaban sus escudos para repeler la próxima ola. Las alabardas zusianas golpeaban con fuerza brutal, aplastando placas, cortando clavículas, reventando mandíbulas. Cuando abrían brechas, la infantería media zusiana se lanzaba como lobos a través de ellas, hachas de peto en mano, girándolas con movimientos amplios y asesinos. Las hojas se hundían en vientres expuestos, salían cubiertas de sangre espesa y trozos de órganos. El suelo ya no era un lodazal: era una sopa viscosa de barro, sangre, grasa y fragmentos de hueso.

Los gritos no eran humanos. Eran alaridos rotos, rugidos de bestias atrapadas en un infierno de acero. Hombres que pedían a gritos la muerte. Hombres que reían enloquecidos mientras se arrancaban las flechas. Hombres que morían con los ojos abiertos y la boca aún temblando.

La caballería ligera thaekiana se movio para flanquar a la infanteria y caballeria media zusiana como cuchillas danzantes entre el caos. Sus caballos se deslizaron entre pilas de cadáveres, entre lanzas quebradas y estandartes caídos. En oleadas veloces, disparaban lluvias de flechas que caían como aguijones desde todos los ángulos. Algunos jinetes arrojaban cuchillos de hoja curva, que giraban en el aire antes de clavarse en cuellos, ojos, vientres expuestos. Otros, con espadas se abrían paso cortando gargantas al galope. Uno de ellos degolló a tres soldados en una misma carrera, dejando tras de sí un rastro de sangre caliente que se evaporaba en el aire. Luego se desvanecían entre la bruma del combate… solo para que su torso saliera volando por una alabarda zusiana.

Pero ya no bastaba.

La infanteria y caballeria zusiana no era estática. Se adaptaba como un depredador inteligente. Varios destacamentos de caballería media se dividieron para contrarrestar esos ataques erráticos, cerrando los flancos como fauces dentadas. Las unidades de infantería media se reorganizaban en muros de acero y escudos, esperando con hachas de peto firmes y formación cerrada. Cuando los jinetes ligeros thaekianos intentaban cargar, se estrellaban contra un muro de acero y muerte. Los caballos caían con las patas rotas, los jinetes eran despedazados por los mazas de las hachas, y lo que antes era danza se convirtió en masacre.

Entonces vino la caballería media thaekiana. Intentaron flanquear. Intentaron empujar. Intentaron contratacar. Sus jinetes, más pesados, más lentos, pero brutalmente letales, empuñaban hachas de peto enormes que giraban en amplios arcos que abrían cuerpos como mantequilla. Uno de ellos partió a un legionario zusiano desde el hombro hasta la cadera, y la sangre brotó como una fuente grotesca. Otro jinete embistió a un enemigo y lo atravesó con la punta de lanza su hacha, levantándolo del suelo y arrastrándolo colgado durante unos segundos.

Pero la caballería media zusiana no les cedía terreno, empezando su contraofensiva. Jinetes contra jinetes, acero contra acero. Las alabardas zusianas, más largas, encontraban primero su blanco. Se clavaban en torsos separandolos, partian armaduras, empalaban hombres y los hacían volar de sus monturas como marionetas rotas. Algunos jinetes caídos eran aplastados por los cascos de los caballos, reducidos a pulpas irreconocibles. La sangre chorreaba por los belfos de los animales, que relinchaban frenéticos, cubiertos de cortes y salpicaduras. Había secciones donde los caballos resbalaban por tanta sangre, donde ya no se distinguía barro de masa cerebral.

La brutalidad alcanzó su clímax en medio de esa carnicería. Un zusiano decapitó a un thaekiano de un solo tajo; la cabeza salió volando y fue pisoteada por un caballo que la reventó como una calabaza. Otro jinete fue empalado, pero antes de morir arrancó con su hacha la tráquea de su atacante. Los gritos eran ahogados por el estruendo de miles de hombres muriendo al mismo tiempo, por el chillido de las armas, el crujir de huesos, el rugido de la desesperación. No había cielo, solo humo, cenizas y el olor a carne quemada, orina, mierda y sangre.

La mitad de la caballería pesada thaekiana irrumpió en la batalla de los flancos como una avalancha monstruosa. Habían sido enviadas desde el cuartel general enemigo, que aún resistía el ataque devastador de Viktor y Vladislav. Eran monstruosidades de carne y acero. Montaban caballos ciclópeas, cubiertas con placas negras marcadas por cicatrices de batallas pasadas. Y sus jinetes estatuas vivientes de muerte envueltas en bardas relucientes, con lanzas gruesas como mástiles y espadas como espinas de dragón.

El suelo tembló. El horizonte se deshizo entre el estruendo de su avance. El sonido de miles de cascos aplastando cráneos, huesos y lodo mezclado con sangre creó una sinfonía gutural que helaba la sangre.

Y entonces colisionaron.

El impacto fue un cataclismo. No fue una simple carga. Fue un choque de montañas, una explosión de carne contra acero, un rugido tan ensordecedor que silenció durante segundos el propio campo de batalla. Las lanzas huecas de los thaekianos se astillaron contra las bardas y escudos zusianos. Algunas se incrustaron, otras se rompieron en el choque, pero las que acertaron atravesaron hombres, armaduras y caballos por igual. Hombres salieron volando con las costillas abiertas, con los ojos desorbitados y la boca congelada en un grito que nunca terminaron.

Las alabardas thaekianas comenzaron a girar como guadañas infernales, desmembrando con cada tajo. Cortaban piernas, brazos, partían yugulares, clavaban sus puntas en cuellos y arrastraban cabezas hacia el lodo. Muchos jinetes y infantes zusianos fueron abiertos en canal sin siquiera poder levantar su arma. Tripas resbalaban por los estribos, torsos partidos caían como sacos de carne, y algunos cuerpos aún montados eran arrastrados por sus propios caballos, dejando regueros de sangre detrás.

Pero la caballería media de élite zusiana no dejo que esa situacion se agraviara. Desde ángulos impensados, contraatacaron. Era un contrafranqueo feroz, metódico, salvaje. Con movimientos precisos, sus filas se reorganizaron en cuñas invertidas, cerrando como tenazas sobre el flanco de los pesados thaekianos. Las alabardas zusianas, más largas y reforzadas, partieron costillas, hendieron corazas y atravesaron gargantas con una furia inhumana. Un jinete zusiano giró su alabarda en un arco completo y decapitó a tres enemigos de una sola vez, la hoja salpicando sangre caliente y pequeños pedazos de mandíbula.

En los francos se desató una tormenta roja. Las hojas se atascaban dentro de cuerpos que ya no parecían humanos. Se necesitaba patear el pecho del enemigo para liberar la punta, y aun así quedaban fragmentos de hueso y cartílago colgando. Los caballos resbalaban por las tripas, algunos caían y eran pisoteados por ambos bandos, reducidos a masas irreconocibles.

El griterío era monstruoso. No había palabras. Solo aullidos. Rugidos. Suplicios. El rugido de un hombre al que le cortaban el brazo en plena carga. El chillido lastimero de un caballo con el vientre abierto, galopando sin saber que ya estaba muerto. Los cadáveres se amontonaban tanto que algunos jinetes cabalgaban sobre cuerpos, no sobre tierra. En ciertos puntos, los soldados debían luchar arrodillados, porque no había espacio para estar de pie. Era un matadero sin control.

La lucha se igualó por un instante… pero la brutalidad aumentó.

Los Batallones de Plata resistían con la terquedad del mármol. Eran como muros de carne viva, formaciones blindadas con escudos superpuestos, estandartes teñidos de sangre ondeando sobre un mar de acero. Cada paso que los zusianos daban, los thaekianos respondían con cuchillas al costado, lanzas bajo el escudo, estocadas directas al cuello. No retrocedían sin antes dar tres golpes. No dejaban herida sin devolver. Si uno caía, otro ocupaba su lugar antes de que el cadáver tocara el suelo.

Un escuadrón zusiano rompió momentáneamente las líneas, y lo que encontró fue el verdadero rostro de la resistencia: soldados thaekianos con los ojos bañados en sangre, escupiendo dientes, gritando con la lengua partida, mordiendo a sus enemigos cuando ya no tenían armas. Un thaekiano sin brazo alzó el muñón ensangrentado y aún logró derribar a un jinete con su rodilla, lo derribó al lodo y le intento quitar el yelmo, pero se detuvo cuando fue partido por la mitad por una hacha de petos.

Era un duelo de bestias. A cada lado, una tormenta escarlata, un vendaval de carne desgarrada, de hombres reducidos a jirones ensangrentados. Y en el centro, una avalancha de acero y músculo, una fuerza imparable que avanzaba como si la tierra misma la escupiera. Los escuadrones de caballería pesada de élite irrumpían con brutalidad quirúrgica, traspasando la línea de los legionarios del Cuervo, como arietes vivientes, abriendo las grietas que la infantería pesada se esforzaba por mantener abiertas a cualquier costo, dejando su vida clavada en el fango con cada paso que retrocedía la línea enemiga.

Allí no había honor. No quedaba gloria. Solo quedaban vísceras aplastadas, tierra convertida en lodo por sangre y sesos, cuerpos sin rostro hundidos en el lodazal, y el caos absoluto gritando sin voz entre los aullidos del viento de guerra. La batalla no tenía ritmo; era una sinfonía de huesos rotos, de mandíbulas fracturadas y pulmones perforados por lanzas. Los gritos no eran de victoria, eran los estertores de miles de hombres que entendían, demasiado tarde, que la muerte no tenía bandera.

Los estandartes ennegrecidos ondeaban entre el barro y los miembros amputados. Las flechas y virotes caían como una maldición sorda, no para matar, sino para mutilar, para arrancar rostros, abrir gargantas, clavar cuerpos vivos al suelo como insectos. Un soldado cayó de rodillas, con el cráneo medio abierto y el ojo colgando de un hilo de nervios; aún intentó gritar antes de que una bota lo aplastara sin mirar. A su lado, un jinete sin brazo continuaba cabalgando, con la sangre borboteando del muñón, arrastrando su martillo mientras su caballo, ciego por un tajo en el hocico, embestía a ciegas, pisoteando cuerpos como si fueran estiércol.

Los escudos ya no eran defensas; eran masas deformadas, reventadas a fuerza de impactos, manchadas con entrañas humanas como si fuesen trofeos grotescos. Los martillos de guerra descendían como meteoros sobre cráneos vulnerables, hundiéndolos con un crujido seco que hacía temblar las piernas. Las hachas no cortaban: arrancaban, despedazaban, hacían volar brazos y columnas vertebrales como ramas podridas. Un legionario del cuervo gritó con la garganta desgarrada, sujetando sus intestinos que se derramaban como serpientes tibias por el lodo, antes de que una alabarda le atravesara el pecho y lo alzara como una ofrenda sangrienta al cielo ennegrecido.

Los gritos de los moribundos se mezclaban con el crujir de las armaduras al colapsar bajo el peso de los cuerpos sin vida. Un oficial del Cuervo, con la mitad del rostro arrancado, aún dirigía ataques entre borbotones de sangre y dentaduras sueltas, arrastrando a sus hombres hacia una línea que ya no existía. Se combatía como bestias.

Los ríos de sangre no eran metáforas: surcaban las filas, corrían entre las piedras, formaban charcos donde los moribundos se ahogaban con la boca abierta, sin ojos, sin lengua, solo con terror. El campo de batalla ya no era tierra firme, era una tumba abierta, un pantano de cadáveres donde la única ley era matar o ser destruido.

Y en medio de todo, un rugido atravesó la carnicería. No era humano. Era la guerra misma, viva, hambrienta, sedienta de más cuerpos, de más gritos, de más carne. Porque en aquel infierno desatado, lo único real era el dolor. Y el dolor no tenía fin.

En el centro del campo, entre nubes escarlta, truenos de acero y relinchos de agonía, los colosos seguían su danza letal. Caballos desbocados chocaban entre sí, resbalando sobre charcos de sangre espesa, mientras los cadáveres caían como sacos de vísceras rotas al paso de los jinetes. El cielo era un infierno de proyectoles y chillidos, y la tierra se abría bajo los cascos como si quisiera tragarse la barbarie que presenciaba.

Viktor Draculov giró sobre sí mismo, la hoja negra y brutal de su alabarda trazó un arco perfecto, dejando una estela carmesí que cayó como lluvia sobre los cadáveres a su alrededor. La cuchilla atravesó el torso de un Legionario del Sol Naciente, cortándolo limpiamente en dos. La parte superior de su cuerpo cayó con los ojos abiertos y un quejido apenas audible, mientras sus intestinos caían como una masa palpitante, aún tibia, deslizándose entre sus piernas cercenadas, envolviendo a su propio caballo que chilló, enloquecido, antes de ser atravesado por una punta lanza de alabarda errante y desplomarse con las costillas expuestas.

Los hombres que intentaban flanquear a Viktor, la guardia de élite de Wilhelm, no encontraron resistencia; encontraron aniquilación. Uno de ellos intentó levantar su escudo, pero la alabarda lo partió a la mitad, y con él el brazo que lo sostenía, que salió volando con el hueso asomado como una daga. Otro fue alcanzado en el cuello, y su cabeza no cayó de inmediato: giró grotescamente sobre sus hombros, colgando por tendones mientras su boca aún se movía, balbuceando palabras sin sentido hasta que Viktor lo remató con una patada que lo hizo caer como un saco de carne inconclusa.

Un tercer jinete fue partido en diagonal, desde el hombro hasta la cadera. El tajo fue tan limpio que su torso superior se deslizó lentamente por el corte, revelando los órganos que aún palpitaban antes de caer al barro con un sonido viscoso, como si la vida misma se derramara. Viktor era una tormenta envuelta en carne, una furia vestida de acero, y con cada giro, más enemigos dejaban de ser hombres para convertirse en fragmentos irreconocibles.

Algunos cayeron sin saber de dónde venía el golpe, otros intentaron defenderse y fueron partidos en dos por los barridos furiosos del arma de Viktor. Uno intentó acertar un golpe con su martillo en un punto ciego, pero lo único que consiguió fue que la alabarda le arrancara la mandíbula, dejándolo con la lengua colgando y el rostro vibrando de puro horror antes de caer bajo los cascos de su propio corcel. Era una tormenta envuelta en carne, una furia vestida de acero, y con cada giro, más enemigos dejaban de ser hombres para convertirse en fragmentos: torsos sin brazos, cabezas aún masticando gritos, piernas amputadas que temblaban espasmódicamente sobre el lodo humeante.

Y frente a él, Wilhelm. El general enemigo. Su contrincante. Su igual.

Montado sobre un semental negro cubierto por una armadura ensangrentada, con la frialdad y la rabia de un dios herido mantenía un duelo igualado, casi superando a Viktor. No solo su destreza marcial estaba igualada pudiendo contener las violentas y precisas embestidas de la alabarda de Viktor, sino que las devolvía con el doble de fuerza, una fuerza y brutalidad tan vasta que bastaría para quebrar los huesos de diez hombres de elite. Su enorme martillo de guerra, macizo y cruel como una sentencia divina, interceptaba los ataques con una precisión milimétrica, haciendo estallar chispas al contacto y arrancando pedazos de metal con cada choque.

Cada impacto entre ambos era un rugido del infierno. Cuando el martillo de Wilhelm chocó contra el asta de la alabarda de Viktor, la vibración fue tan brutal que astilló los dientes de un soldado que se encontraba demasiado cerca. La onda del golpe lanzó esquirlas en todas direcciones, una de las cuales atravesó el ojo de un jinete aliado, que cayó de su montura gritando, con el cerebro saliéndosele por la cuenca ocular. Otro fue despedido por la fuerza del choque, su caballo lanzado por los aires como una muñeca rota, aterrizando sobre un grupo de soldados que fueron aplastados entre vísceras y huesos pulverizados.

Ambos guerreros se movían como si el tiempo se arrastrara a su alrededor, como si el resto del campo fuera un teatro mudo ante el choque de titanes. Y mientras los hombres morían a su alrededor como insectos ahogados en fuego, Viktor y Wilhelm eran los únicos dioses en pie en ese infierno.

Un tajo diagonal de Viktor se estrelló contra el martillo de Wilhelm, y la fuerza fue tal que partió el aire mismo, provocando una ráfaga de sangre, tierra y gritos. Wilhelm respondió con un giro del martillo, aplastando el torso de un Lobo Negro que intento ayudar a Viktor, reduciéndolo a una masa informe de huesos destrozados, sus órganos saliendo como una explosión de fruta podrida.

Era un duelo sin palabras, sin treguas, sin descanso. Cada respiración era un rugido. Cada mirada, una sentencia de muerte. La sangre salpicaba el cielo, y hasta los cuervos comenzaron a alejarse.

Vladis Vladimirescu, no muy lejos —apenas unos pocos metros del duelo entre Viktor y Wilhelm—, se abría paso como una fuerza de la naturaleza desatada, empuñando el martillo de guerra más grande que se hubiera visto jamás. Aquella monstruosidad de acero, coronada con pinchos y filos, pesaba más que un hombre entero, pero Vladis la blandía con una sola mano, como si fuese un bastón ligero, con la indiferencia brutal de un dios de la guerra.

Un solo golpe bastó para aplastar a tres Portadores de Muerte de la guardia personal de Friedrich. No fue un simple impacto: fue una aniquilación instantánea. El primero fue pulverizado de frente, su cráneo estalló como una calabaza, el casco incrustándose dentro de su propio pecho con un sonido húmedo y asqueroso. El segundo fue lanzado por los aires como un muñeco desgarrado, su armadura explotó en fragmentos como si hubiera detonado desde dentro, y su cuerpo cayó a más de quince metros, desmembrado, irreconocible, convertido en una masa grotesca de hueso, músculo y tendones colgantes. El tercero intentó bloquear el golpe y fue reducido a una columna colapsada de sangre y gritos: su torso se hundió dentro de sí mismo, y sus piernas se separaron como ramas quebradas.

A cada paso, Vladis dejaba un sendero de muerte. Hombres y caballos caían como espigas bajo una tormenta de acero. Cráneos estallaban bajo su martillo como frutas maduras pisoteadas, mandíbulas salían despedidas, dientes se clavaban en los ojos de otros combatientes, y los gritos eran tan fuertes que cubrían incluso el silbido de las flechas. Sus ojos, brillantes, gélidos y carentes de emoción, lo mantenían centrado en su objetivo: Friedrich. Su rostro era una máscara de absoluta indiferencia, como si estuviera limpiando escombros en vez de destrozar cuerpos vivos.

Kaspar y Alvar, las manos de Friedrich, su último muro, se interpusieron como titanes de carne y acero. Kaspar, con su enorme alabarda, dibujaba una tormenta de filos relampagueantes, cada movimiento era como el látigo de una tormenta viva, cortando el aire, arrancando miembros, manteniendo a Vladis contenido con la furia de un huracán. Su técnica era precisa, salvaje y despiadada, las hojas de su arma se hundían en los cuerpos de los que se atrevían a acercarse, desgarrando huesos, abriendo columnas vertebrales de un solo tajo, dejando a los heridos chillando en su sangre.

Alvar, a su lado, blandía una maza de dos manos que parecía haber sido forjada para aplastar gigantes. Cada golpe era una catástrofe. Cada impacto destrozaba armaduras, partía monturas, convertía hombres en manchas. Golpeó a un Lobo Negro en pleno salto y el cuerpo del guerrero parecio explotar en una nube de hueso, carne y humo rojo, su sangre regando el rostro de Vladis, que ni siquiera parpadeó. Cuando Vladis bloqueó uno de sus embates, la vibración se extendió por el campo como un trueno, haciendo temblar el suelo y espantar incluso a los caballos.

Los Lobos Negros combatían cerca, como bestias entrenadas para la aniquilación. No eran hombres, eran sombras vestidas de acero que se interponían entre su comandante y cualquier cosa que osara acercarse. Saltaban sobre los Portadores de Muerte como hienas hambrientas, con sus martillos de guerra. Golpeaban sin piedad, sin palabras, sin compasión. Un solo Lobo Negro se lanzó contra un Portador, le hundió el martillo con salvajismo partiendolo hasta el abdomen, haciendo que sus costillas se abrieran como alas rotas y sus vísceras salieran a borbotones, manchando a los enemigos cercanos que retrocedieron gritando.

Cuando Vladis era ligeramnte superado —y solo por un instante—, sus hombres se interponían. No dudaban. Uno fue cortado en dos por Kaspar; su torso cayó aún agitando los brazos, su boca intentando formar una palabra que jamás terminó. Otro se colocó entre Vladis y un ataque de Alvar, recibiendo la maza directamente en el pecho. El golpe fue tan brutal que su armadura se incrustó en su propia carne y lo lanzó cinco metros hacia atrás, donde se estrelló contra una piedra con un sonido seco, dejando una mancha de sangre que parecía un mural de muerte.

Los Diez Mil Lobos Negros, cubiertos de sangre desde las botas hasta las cejas, eran una muralla de carne, furia y acero. Una barrera viva, infernal, entre la columna de mando enemiga y sus líderes. Nadie pasaba. Nadie sobrevivía al intento.

Cada uno de esos jinetes estaba envuelto en la locura total del combate. Sus armaduras, ennegrecidas por el hollín, estaban abolladas, rajadas, y chorreaban sangre por las junturas. Algunos ni siquiera llevaban yelmos ya, reemplazado rostros empapados de sangre o llenos de cortes y cicatrices abiertas. Sus ojos, vacíos de piedad, solo conocían un propósito: matar, destrozar, arrasar.

A lo lejos, miles de jinetes enemigos intentaban romper el cerco. Se lanzaban una y otra vez, oleada tras oleada, pero cada carga era absorbida por los Lobos como por un muro de hierro. Cuando los enemigos se acercaban, los Lobos los recibían con martillos de guerra cubiertos de púas, que al golpear no solo atravesaban cuerpos, sino que los mandaban a volar. A cada choque, se escuchaban crujidos de huesos, gritos de hombres destripados, y el rechinar de cascos de caballos deslizándose sobre charcos de sangre caliente.

Uno de los Portadores de Muerte, en un intento desesperado por abrir paso, arremetió contra el muro de los lobos. Alcanzó a empalar a uno de ellos, la alabarda atravesándole el costado, pero antes de que pudiera retirar su arma, el Lobo herido lo sujetó del brazo, lo jaló hacia sí y, con su último aliento, le quito el yelmo y mordió su cuello hasta arrancarle la tráquea con los dientes. Ambos cayeron juntos al suelo, revolcándose en su propia sangre, como perros rabiosos que se devoran mutuamente.

Los Lobos combatían como si no sintieran dolor. Uno de ellos recibió el tajo de un mandoble enemigo que le abrió el abdomen de lado a lado, sus intestinos salieron colgando como serpientes. Pero no cayó. Sujetó sus vísceras con una mano, y con la otra, aún sobre la silla de montar, alzó su martillo y aplastó el cráneo de su atacante en un solo golpe, hundiéndole la cara hasta el pecho. Luego, sin gritar, se cosió la herida con un alambre envuelto en alquitrán que colgaba de su montura, mientras el combate seguía a su alrededor como un huracán de acero.

Un grupo de caballería pesada de elite enemiga logró romper brevemente la línea. Avanzaron entre los cadáveres, pisoteando cuerpos de caídos y mutilados, pero solo por unos segundos. Tres Lobos saltaron sobre ellos. Los torsos de esos jinetes salieron volando como una lluvia infernal.

El aire alderedor de Los Diez Mil Lobos era irrespirable, denso de hierro y muerte. Aquellos que aún vivían y miraban esa muralla humana de furia se orinaban encima, algunos dejaban caer sus armas, temblando, suplicando a dioses que no estaban allí.

Y mientras ellos contenían con brutalidad inhumana a los miles de refuerzos enemigos, aseguraban una única cosa: Que Viktor y Vladis, en el centro del infierno, pudieran llegar hasta Friedrich y Wilhelm… Y arrancarles la cabeza.

Desde una elevación del campo, Roderic observaba. Imperturbable. Silencioso. Cada detalle. Cada desplazamiento. Cada pérdida. El caos, para otros un torbellino incomprensible de muerte y ruido, era para él un mapa vivo, una sinfonía de destrucción que le hablaba en un lenguaje que solo él entendía. Donde otros veían gritos, él veía coordenadas. Donde otros veían sangre, él veía oportunidades.

No les quitaría los ojos de encima. Quería presenciar cada segundo. Quería ver con precisión quirúrgica si esos generales enemigos —el Sol de la Victoria, Wilhelm, y la Llama de Plata, Friedrich— merecían realmente los títulos que tantos bardos les habían cantado. Pero incluso si lo eran, no les daría respiro. No les permitiría levantar cabeza. No habría gloria para ellos. Solo una muerte larga, lenta y absolutamente inútil.

Y entonces llegó la orden.

Cuando su caballería pesada de élite atravesó la vanguardia de la Legión del Cuervo, los tambores retumbaron con una violencia sobrecogedora. Un ritmo demoníaco, inhumano, como si el campo mismo se convirtiera en un tambor de guerra golpeado por gigantes. El suelo tembló. Los cascos golpearon la tierra como una tormenta de martillos, cada impacto una amenaza, cada movimiento una condena. Era la señal. Las órdenes eran claras, innegociables: reforzar los flancos, sostener las brechas, presionar hasta que el enemigo ya no tuviera aire para gritar.

La infantería pesada zusiana respondió como una bestia colectiva. Revestidos de acero negro, rojo y oro, los soldados parecían no sangrar. Parecían no respirar. Luchaban como si la muerte les perteneciera. Como si la muerte fuera suya para entregar o negar. Cada uno valía por diez. Hombres inmensos, endurecidos por campañas de exterminio, con los ojos inyectados en sangre, los dientes rotos por los golpes y las manos reventadas de tanto apretar la empuñadura de sus armas.

Eran muros de carne impenetrable. Formaciones compactas, casi indestructibles. Cadenas de acero humano avanzando con ritmo constante, rompiendo la moral del enemigo con cada paso. Y cuando uno caía —cuando una lanza le atravesaba el cuello, cuando un hacha le partía el pecho, cuando un jinete le reventaba la cabeza contra el suelo— el siguiente avanzaba sin dudar, sin mirar el cadáver aún caliente bajo sus pies. Como engranajes de una máquina infernal que no se detenía, que no entendía el significado de la palabra "retirada".

En la brecha derecha, uno de los escuadrones enemigos intentó un contraataque. Una carga desesperada. Jinetes pesados con lanzas huecas, rostros ocultos bajo visores decorados. No importó. La línea zusiana se cerró como una trampa de acero. Las alabardas se alzaron. El impacto fue un estallido de carne y hierro. Los caballos se empalaron, relincharon con los intestinos colgando, sus jinetes volando por los aires, muchos de ellos cayendo de cabeza y partiéndose el cráneo con un sonido húmedo.

Los gritos fueron ahogados por la siguiente oleada. No se detenía. Nadie esperaba misericordia. Un escuadrón de legionarios enemigos intentó flanquear la izquierda, pero fueron recibidos por una lluvia de virotes y flechas. Sus cuerpos quedaron colgando de las alabardas y martillos zusianos, agitándose como trapos mojados mientras sus intestinos se desenrollaban como sogas gruesas. Uno de los oficiales enemigos fue decapitado por un mandoble tan afilado que su cabeza giró tres veces en el aire antes de caer con los ojos aún parpadeando.

Roderic entonces dio la orden final para que empezara la carga de su caballería pesada regular. Cuatrocientos sesenta mil jinetes. Cuatrocientos sesenta mil demonios de acero, completamente blindados en placas de guerra. Todos ellos entrenados no para la victoria... sino para la aniquilación absoluta.

Y entonces, arrancaron al galope.

El suelo se estremeció.

No era un temblor. Era un cataclismo. El campo de batalla entero se agitó como un animal moribundo, la tierra crujió y se rajó bajo el peso combinado de los cascos, como si un volcán hubiera despertado justo bajo los pies de los vivos. Una nube de polvo, huesos y sangre seca se elevó como una tormenta funeraria. Los cielos se oscurecieron por un instante.

El muro de acero viviente se desplazaba como una ola imparable. Una marea de hierro. Una condena. Los caballos, monstruos enormes entrenados para embestir sin piedad, no distinguían entre carne, acero o lamento. Pisaban, rompían, empujaban con sus pechos blindados, con sus cascos manchados de sangre vieja y su saliva mezclada con espuma y trozos de piel arrancada.

Los jinetes no gritaban. No celebraban. Solo mataban.

Cuando la carga impactó contra las reservas y la segunda vanguardia thaekiana, fue como si una montaña cayera del cielo. No hubo línea defensiva. No hubo amortiguación. Solo destrucción.

Los martillos de guerra descendían como meteoros encendidos. Cada impacto era una calamidad. No había defensa posible: hombres eran partidos por la mitad, aplastados desde el cráneo hasta la pelvis, sus cuerpos explotaban como sacos de carne prensada. Los escudos no resistían: estallaban en astillas, y los brazos que los sostenían eran quebrados hacia atrás con un chasquido de tendones rotos y huesos expuestos.

Las hachas de petos de los thaekianos chocaban contra las placas zusianas, pero rebotaban sin causar más que rasguños. Cuando intentaban replegarse, eran cazados como bestias: jabalinas que les atravesaban desde la espalda hasta el pecho, sacándoles los pulmones por la armadura rota. Algunos eran levantados del suelo por el impacto y sus cuerpos despedazados eran arrastrados varios metros antes de ser lanzados al barro como trapos empapados de sangre.

El sonido era insoportable. Gritos de agonía mezclados con el rechinar de los metales, el crujido nauseabundo de costillas aplastadas, los bramidos de los caballos heridos pisoteando tanto enemigos como aliados. Las vísceras volaban. Las cabezas salían despedidas como proyectiles, muchas aún con las lenguas temblando. Un oficial thaekiano fue alcanzado por un martillo y su cráneo se partió como una fruta madura, esparciendo fragmentos de hueso y masa encefálica sobre el rostro de los que estaban detrás.

La resistencia de la Legión del Cuervo y de la infantería pesada thaekiana, aunque valerosa, comenzó a colapsar. No era cobardía. Era física. Era imposibilidad.

Los estandartes se caían. Los tambores se apagaban. La formación se rompía como cristal bajo una bota gigante. Los hombres que no eran destrozados en el primer impacto eran arrollados por la siguiente línea. Las filas retrocedían, retrocedían... y luego huían. Pero no había escape. La caballería zusiana era más veloz, más pesada, más despiadada.

Uno de los subcomandantes thaekianos fue rodeado. Aún a caballo, intentó dar la orden de retirada, pero un martillo le arranco la cabeza. Su caballo fue atravesado segundos después por dos lanzas al mismo tiempo, una que le destrozó la mandíbula, y otra que salió por su costado, clavándolo al suelo.

Muchos pelearon hasta el último aliento, otros fueron aplastados antes de siquiera aguantar un golpe. Aun así, no huían. Apretaban los dientes, se mantenían firmes hasta que sus costillas cedían o sus cuellos eran destrozados por un martillo zusiano.

Roderic no sonreía. No había júbilo en su rostro, solo evaluación. Calculaba los segundos hasta que su caballería alcanzara el cuartel general enemigo, donde Viktor y Vladis aún combatían como dioses entre mortales.

El avance era lento, pero constante, como el rugido de un juicio inevitable.

Y el campo seguía vomitando sangre.

Friedrich apretó los dientes con tanta fuerza que pareció que su mandíbula podría estallar en cualquier momento. La presión era insoportable. Estaba rodeado por todas partes, inmerso en un infierno de acero, sangre y cuerpos destrozados. El fragor de la batalla no era un simple ruido: era un coro de gritos desgarradores, huesos quebrándose, el silbido de las flechas, el rugido de los caballos y los tambores de guerra que no cesaban. No podía dar órdenes con claridad, las comunicaciones se habían ido al demonio, su vanguardia estaba hecha trizas, reducida a montones de carne ensangrentada y escudos partidos, y desde el horizonte próximo, como un muro viviente de muerte, los jinetes pesados zusianos se acercaban en formación cerrada, como una tormenta de hierro dispuesta a aplastarlo todo.

Sus propios jinetes, mal coordinados, luchaban por mantener cohesión. La caballería media y la infantería zusiana habían logrado penetrar por los flancos, devastando las alas de su formación, fragmentando la línea como si fuesen ramas secas bajo un martillo de guerra. No quedaba más opción. El corazón de Friedrich latía con rabia y urgencia, pero su mente, curtida por años de estrategia y masacres, trabajaba con frialdad. Inhaló profundo, y mientras lo hacía, uno de sus Portadores de Muerte se acercó entre el humo y el caos, ofreciéndole su partisan con manos ensangrentadas.

—Que cuatro Portadores de Muerte distraigan a Vladis… necesito hablar con Kaspar y Alvar —gruñó Friedrich entre dientes, su voz casi ahogada por los alaridos del campo de batalla.

El portador asintió con firmeza. Sin más palabras, cabalgaron a toda velocidad hacia el titán que era Vladis Vladimirescu. Las puntas de sus alabardas brillaron al sol manchado de negro cuando atacaron en formación. Uno de ellos lanzó un tajo dirigido al cuello de Vladis, otro apuntó al torso, buscando una apertura entre los huecos de la armadura.

Pero Vladis no era un hombre. Era una fuerza de la naturaleza encarnada. Su martillo silbó por el aire como una estrella fugaz infernal. El golpe alcanzó a dos de los portadores, que salieron volando de sus caballos como muñecos rotos, sus cuerpos cayendo pesadamente, uno con el cráneo aplastado, el otro con el pecho hundido como si una montaña le hubiese caído encima. El tercero y cuarto lograron maniobrar a duras penas, esquivando con reflejos de veteranos consumados mientras intentaban mantener su atención fija en él.

—¡Nuestro señor quiere verlos! ¡Rápido! —gritó uno de los Portadores a Alvar y Kaspar, mientras giraba bruscamente para esquivar un golpe demoledor que hundió el suelo donde su caballo había estado un instante antes.

Alvar y Kaspar llegaron hasta Friedrich, jadeando, cubiertos de sangre ajena y propia, los rostros manchados de hollín, sudor y cortes abiertos que ya no dolían por el simple hecho de que todo dolía.

—Alvar, ve a interceptar a Viktor… necesito hablar con Wilhelm. —Friedrich habló rápido, su tono era urgente, brutal, directo. Luego giró hacia Kaspar—. Dime… ¿serás capaz de entretener a Vladis tú solo?

Kaspar no dijo nada al principio. Solo respiró hondo, con los ojos como pozos de acero. Asintió.

—Si lo único que deseas es que lo entretenga… no necesito más que dos Portadores de Muerte.

Friedrich le entregó a los dos sobrevivientes que aún cabalgaban cerca, y Kaspar se lanzó de vuelta al infierno.

Vladis ya había masacrado a los otros dos portadores. Sus cuerpos aún convulsionaban cuando Kaspar emergió de entre la polvareda, su maza colosal levantando chispas del suelo ensangrentado. Cuando se enfrentaron, el impacto entre las armas fue como un trueno que partió el aire, una sacudida que se sintió hasta en los cascos de los caballos más lejanos. El martillo de Vladis rugió al chocar con la maza de Kaspar, y ambos titanes quedaron frente a frente, lanzando una lluvia de golpes que rompía huesos, doblaba acero, y cubría de sangre a los desgraciados lo bastante idiotas para acercarse.

Mientras tanto, Alvar se precipitó hacia el centro, donde Viktor y Wilhelm intercambiaban golpes con una brutalidad despiadada. Ambos guerreros estaban cubiertos de sangre, sus capas destrozadas, las armaduras abolladas. Wilhelm contenía y devolvia el aluvión de tajos de la alabarda de Viktor, quien giraba, cortaba, embestía, como una tormenta de cuchillas encarnada. A su alrededor, cuerpos caían mutilados, hombres gritaban agonizando mientras eran pisoteados por sus propios caballos o degollados por el filo frío de la disciplina zusiana.

Alvar entró en la refriega como un lobo furioso, su martillo bloqueó un tajo dirigido a Wilhelm y empujó a Viktor hacia atrás apenas unos pasos. La mirada de Viktor fue un rayo de furia contenida, pero no atacó de inmediato: sabía reconocer la coordinación de un nuevo combate.

—¡Wilhelm! —rugió Friedrich al llegar al punto más cercano en que su voz podía escucharse—. Estamos hasta el cuello de mierda. ¡Tenemos que salir de este maldito cerco ahora! ¡Replegar fuerzas, reagruparnos! ¡Evacuar al cuartel de mando!

Wilhelm asintió sin dejar de golpear, empapado en sudor y sangre, consciente de que la batalla estaba girando en su contra. El cerco se cerraba con rapidez letal. Los Lobos Negros de Roderic habían completado su maniobra, bloqueando cualquier vía de escape. Cada intento de ruptura era respondido con una muralla viviente de acero. Las reservas se desmoronaban, los hombres morían como insectos.

—¡Reúne a los Legionarios del Sol Naciente que sigan vivos! ¡Vamos a romper el cerco a pura fuerza bruta! —vociferó Friedrich, su voz rugía como un trueno sobre el fragor de la batalla, quebrando el ruido de los gritos, los relinchos agónicos y el golpeteo constante de acero contra acero.

El rostro de Wilhelm, cubierto de sangre seca y fresca, endurecido por el combate y la desesperación, alzó la vista hacia el cielo ennegrecido por la lluvia de proyectiles. Alzó su martillo de guerra, pesado como una condena, y lo apuntó al cielo como si fuera un acto de desafío a los dioses mismos. Mientras los estandartes de Thaekar—el imponente dragón negro sobre campo de plata—se levantaban una vez más entre la tormenta de muerte, desgarrados, chamuscados, cubiertos de sangre, pero aún ondeando. No por gloria, sino por rabia, por odio, por supervivencia.

—¡¡BIEN, BASTARDOS DE MIERDA, ES AHORA O NUNCA!! ¡¡VAMOS A DEMOSTRARLES A ESTOS HIJOS DE PUTA ZUSIANOS LO QUE THAEKAR ES, LO QUE SOMOS!! —rugió Friedrich, alzando su partesana.

Un bramido brotó de sus hombres. Sus Portadores de Muerte y los Legionarios del Sol Naciente respondieron con un rugido gutural, inhumano, una mezcla de rabia, dolor y ansias de masacre. Dejaron atrás parte de su contingente para frenar el avance de Viktor y Vladis, mientras el núcleo de la fuerza formaba dos cuñas perfectas, una formación brutal, diseñada no para resistir, sino para partir en dos la línea enemiga. La jaula de lobos negros estaba a punto de ser forzada.

Las alabardas de los Portadores de Muerte se alzaron, filosas, manchadas de carne, barro y vísceras. Los martillos de guerra de los Legionarios pesaban tanto que al alzarlos, los músculos de los jinetes crujían, sus venas parecían a punto de reventar, y el suelo temblaba bajo la furia de sus monturas.

Friedrich giró las riendas con violencia, Straelgar bufaba, nervioso, pero lo obedecía. El general se adelantó al frente, y con él Wilhelm.

—¡¡A MATARLOS A TODOS!! —vociferó Wilhelm, y su montura embistió adelante con una fuerza que pareció hacer temblar la tierra misma.

Y entonces… el choque.

El estruendo del impacto fue como el crujido de un mundo partiéndose, una detonación de carne, acero y furia que convirtió el campo en un abismo sin orden ni piedad. Una línea de Lobos Negros, la élite brutal de Roderic, aguardaba con sus martillos de guerra, hombres entrenados para incluso masacrar a las élites enemigas. Entrenados para destruir no solo cuerpos, sino voluntades, avanzaban con la mirada vacía de los condenados que ya habían muerto por dentro. No era una muralla… era una trituradora de carne.

El primer contacto fue una carnicería instantánea. Caballos destripados en el primer embate, patas arrancadas por los martillos de guerra, destripados en pleno galope, sus vísceras colgaban como sogas vivas, chillando mientras sus patas cercenadas aún pateaban el aire. Jinetes que fueron catapultados como muñecos de trapo tras ser golpeados por los martillos de los Lobos, reventandos en el suelo con huesos que sobresalían de la carne como cuchillas. Cascos se rompían, huesos estallaban bajo el peso de los golpes. Uno de los Portadores fue atrapado por dos martillos enemigos: su torso fue aplastado como una sandía madura, sus órganos salieron por su boca antes de que su cuerpo inerte cayera del caballo.

Uno de los Portadores fue atrapado entre dos Lobos: un martillo aplastó su pecho desde el frente y otro le partió la espalda por detrás. El resultado fue grotesco: su torso estalló como una fruta podrida, lanzando costillas como esquirlas, y sus pulmones salieron disparados como burbujas carmesí. Su caballo, sin jinete, corrió unos pasos antes de desplomarse con el cuello partido.

Otro cayó con el cuello torcido en un ángulo antinatural, los dientes regados sobre el fango rojo. El caballo de un Lobo Negro, aterrorizado y con el flanco abierto por una lanza enemiga, se desplomó, aplastando al jinete y partiéndolo por la mitad. Sus gritos se ahogaron en su propia sangre mientras intentaba con sus últimos segundos empujar sus tripas de nuevo dentro de su cuerpo.

Pero Friedrich era una tormenta viviente, una visión demoníaca. Su partesana, girando en arcos imposibles, cruzando el aire con zumbidos agudos, cortando miembros con precisión quirúrgica. Sus cortes eran tan veloces y precisisos que simulaba múltiples ataques simultáneos. Cada estocada, cada barrido, atravesaba acero, carne y hueso. Penetró corazas pesadas, arrancó brazos, decapitó jinetes enteros. No peleaba: desmembraba. Una estocada al vientre partió a un enemigo en dos, las entrañas del hombre colapsaron sobre el lomo del caballo antes de que ambos cayeran. Uno de los Lobos intentó detenerlo dibujando un arco con su martillo, pero Friedrich lo atravesó de lado a lado, clavando la punta de su arma en su cuello, y usó el peso muerto del enemigo para golpear a otros dos, haciéndolos caer de sus monturas con espinas dorsales fracturadas y gritos ahogados por la sangre en sus gargantas.

Otro Lobo le embistió con su martillo, pero Friedrich giró la partesana como un rayo y la clavó en el cráneo del atacante. El yelmo se partió, los ojos saltaron de sus órbitas, y el cuerpo se agitó violentamente antes de colapsar como un saco de huesos rotos. Otro Lobo intentó flanquearlo, pero Friedrich giró su arma y la enterró de lado a lado en su cuello. La punta emergió por la nuca, y con un gruñido, lo levantó en el aire, usándolo como un escudo sangriento para empujar a otros enemigos, cuyos martillos destrozaron el cuerpo aún convulsionante de su camarada. Sangre negra, espesa y burbujeante, salpicó los labios de Friedrich. No se detuvo.

Mientras tanto, Wilhelm era un coloso. Su martillo impactaba con tanta fuerza que los cráneos estallaban como melones. Los hombros eran hechos añicos, los caballos enemigos eran partidos en dos por la fuerza bestial de su jinete. Uno de los Lobos intentó atacarlo por el costado, pero Wilhelm lo atrapó con un golpe ascendente que lo lanzó por los aires; su cuerpo dio vueltas, escupiendo sangre por la boca y derramando una lluvia de dientes antes de aterrizar de espaldas con la columna vertebral quebrada.

Otro enemigo cargó hacia él a toda velocidad. Wilhelm lo recibió de frente. Su martillo impactó en el pecho del enemigo, rompiéndole cada costilla, hundiéndole el esternón hasta la columna. La sangre brotó a presión por la boca y las orejas del jinete, su corazón aplastado como una fruta podrida.

Pero la embestida no era gratuita, por cada tramo que avanzaban, el precio era cada vez mas atroz. Por cada Lobo Negro muerto, tres Portadores y Legionarios eran aniquilados con una violencia que rayaba en lo inhumano. Uno de los suyos cayó al barro con la pierna seccionada por un brutal golpe de martillo, y mientras gritaba, otro enemigo lo remató con el peso de su martillo que le hundió el rostro hasta convertirlo en una pulpa irreconocible. Otro fue rodeado, su caballo destripado por la punta de lanza de su martillo. Cayó al suelo cubierto de barro y vísceras, y mientras intentaba reincorporarse, solo para que le aplastaran la cadera, quebrando huesos y haciendo saltar fragmentos por el aire. La sangre brotaba a chorros, formando pequeños arroyos que corrían por las hendiduras del terreno, empapando las patas de los caballos.

Otro Portador fue atrapado cuando su caballo resbaló en los intestinos de un caído. Apenas logró incorporarse antes de que una bola con pinchos lo golpeara en la mandíbula, arrancándosela por completo. El hombre, sin boca, aún intentaba gritar cuando un segundo golpe le hundió el cráneo hasta los hombros. Uno más gritaba por ayuda mientras se arrastraba con el brazo colgando de un hilo de tendones. Un caballo sin jinete le pasó por encima, partiéndole las costillas. Antes de que pudiera suplicar, un martillo le voló la cabeza entera. Solo quedó el cuerpo sacudiéndose como si aún intentara respirar.

La sangre formaba charcos densos, oscuros. Tripas colgaban de los lomos de los caballos. Cadáveres reventados, rostros sin mandíbula, hombres degollados aún aullando por unos segundos antes de morir. Lenguas colgaban por fuera de bocas abiertas, miradas vacías fijas en el cielo gris. Un hombre sin rostro, con la mandíbula arrancada y un ojo colgando, galopaba aún sin darse cuenta de que ya estaba muerto.

La tierra temblaba bajo la fuerza de los impactos. Fragmentos de hueso, dientes, dedos cercenados, colgaban de los árboles bajos. Algunos combatientes, atrapados en la masa de cuerpos, peleaban a mordiscos, arrancando orejas, enterrando dagas en los ojos, usando los yelmos como mazos improvisados.

El aire era irrespirable: hedor a hierro, a vísceras abiertas, a mierda soltada en los últimos espasmos, a orina caliente, a un miedo tan crudo que se podía masticar. Los caballos chillaban con voz humana, sus bocas abiertas en alaridos de dolor mientras tropezaban sobre tripas, cuerpos y charcos oscuros de sangre coagulada. Los cascos golpeaban el fango cubierto de sangre, salpicando restos humanos con cada paso. Los gritos eran incesantes: de furia, de agonía, de desesperación.

Y aun así, seguían avanzando, paso a paso, encima de una alfombra de muertos. El sonido del acero golpeando carne ya no era chocante: era el ritmo de la batalla. Un tambor macabro. No había orden. Solo caos. Solo brutalidad. Solo la promesa de que, al final de todo, solo los más salvajes seguirían respirando. Porque en esa tierra empapada de sangre, solo había una ley: matar o morir.

Los jinetes aliados que estaban fuera del cerco, liberados momentáneamente por el caos de la maniobra de ruptura, no vacilaron ni un segundo. Guiados por pura intuición y sed de venganza, espolearon a sus monturas hacia el agujero abierto por Friedrich y Wilhelm. Era una carga gemela, una colisión devastadora que se abría paso por los dos flancos de la prisión mortal que los Lobos Negros habían formado. El suelo tembló con el martilleo de los cascos, el aire se llenó con el estruendo metálico de acero chocando contra acero, y los gritos de guerra se entrelazaban con los alaridos moribundos de hombres y bestias.

Friedrich no rugía, aullaba como una bestia salvaje, su voz ronca desgarrándose en su garganta sangrante por tanto gritar órdenes y maldiciones. Su visión estaba manchada de rojo, no sólo por la sangre que le chorreaba por la frente sino por el delirio del combate, por la furia incontrolable que lo impulsaba a seguir matando, avanzando, sobreviviendo. Cada tajo de su partesana era un corte brutal, seco, preciso; desgarraba carne, rompía hueso, abría yugulares, destripaba a los enemigos que se interponían, mientras su corcel enloquecido pateaba y pisoteaba cuerpos ya medio muertos.

Los Lobos Negros resistían con ferocidad sobrehumana. Sus martillos de guerra se alzaban y caían sin descanso, partiendo cráneos, aplastando armaduras, lanzando a los jinetes por los aires como muñecos de trapo. Pero ni siquiera eso era suficiente para detener la furia de los Portadores de Muerte ni el empuje salvaje de los Legionarios del Sol Naciente.

Wilhelm era una visión sacada de las entrañas del infierno. Su armadura estaba cubierta de abolladuras, cortes profundos y sangre, pero aún se mantenía de pie. Su martillo, del tamaño de un yunque, giraba con fuerza ciclópea, destrozando lo que tocaba. No había gracia ni técnica refinada en sus movimientos en esos momentos, solo la fuerza bruta de un hombre que se negaba a caer, que se aferraba a cada golpe como si su alma dependiera de él. A su paso dejaba montones de cadáveres, caballos agonizantes y hombres mutilados.

Y sin embargo, a pesar de la brutalidad, de la abrumadora calidad marcial de los Lobos, los hombres de Thaekar avanzaban. Palmo a palmo. Metro a metro. Una guerra de centímetros ganados a costa de sangre, de miembros arrancados, de cráneos abiertos como frutas podridas. Las lanzas se astillaban al ser embestidas por los corceles. Las espadas chirriaban contra el acero de las armaduras. Las vísceras salpicaban el barro mientras los gritos se perdían bajo el estrépito del caos.

Después de minutos interminables que parecían horas, lograron romper el cerco. Era una grieta, apenas una línea por donde respirar. Pero bastaba. Friedrich, cubierto en sangre enemiga y propia, con las ropas y capa hechas jirones, se alzó entre los suyos. Por primera vez desde que comenzó el combate, pudo respirar, aunque cada bocanada le sabía a óxido, a humo, a muerte.

—Theobald —jadeó entre espasmos de furia—, ve a la ala izquierda y empieza la retirada. ¡Erich, tú a la derecha! ¡Muévanse ya!

Ambos hombres se giraron hacia Wilhelm, buscando aprobación.

—¡HÁGANLE CASO, MALDITOS! —vociferó Wilhelm con su voz retumbante, cubierta de mugre y cólera— ¡No es momento para esa mierda!

Los dos asintieron y se separaron al galope, dando órdenes a gritos a sus respectivas secciones. Friedrich escupió sangre, tomó aire una vez más y miró hacia Wilhelm con determinación mortal.

—Tú, Wilhelm… ve y levanta la moral de la segunda vanguardia. ¡Haz que esos cabrones no caigan en el pánico! Dile a Valkar que sus malditos mercenarios van a ser nuestra retaguardia. Que la otra mitad empiece la retirada en orden. Yo comandaré la retaguardia. ¡Ahora!

Wilhelm asintió. Su expresión era la de un hombre que había visto el fondo del abismo y no se había quebrado. Pero justo cuando ambos se disponían a separarse, un estruendo cortó el aire. Como un trueno hecho carne y acero, Viktor apareció a una velocidad imposible. Su alabarda era una sombra relampagueante que apenas alcanzaron a ver.

Friedrich giró su cuerpo por puro instinto, su partesana bloqueó el ataque, pero la fuerza del impacto lo levantó del suelo y lo mandó a volar varios metros. Rodó por el fango, su armadura crujiendo y chispas volando por la fricción. Solo por suerte, o el capricho de algún dios cruel, logró esquivar por escasos centímetros la estocada letal dirigida a su garganta.

Dos Portadores de Muerte se interpusieron, gritando su furia. Atacaron a Viktor desde ambos flancos, con la coordinación brutal de veteranos curtidos. Pero la espada de Roderic los partió como si fueran muñecos de trapo. Su alabarda giró, trazó un arco perfecto, y los cortó a ambos desde el torso hasta la cadera, lanzándolos al aire con las entrañas colgando y gritos ahogados en sangre.

Al otro lado, Wilhelm enfrentaba a Vladis. El choque de sus martillos hizo temblar la tierra. El sonido fue un estruendo aterrador, como si el mundo mismo se resquebrajara. Eran dos titanes de acero y furia chocando en una danza de destrucción, rodeados de muerte.

Ambos hombres gruñeron. No hubo palabras. Solo violencia. Solo golpes que hacían retroceder a los caballos, que hacían sangrar a los corceles por la fuerza de los impactos. Vladis embistió con su martillo tachonado de pinchos, y Wilhelm detuvo el golpe con el suyo, pero el impacto le hizo rechinar los dientes y la sangre le brotó por la comisura de los labios. Respondió con un giro del torso, un ataque descendente que casi aplasta la cabeza de Vladis, quien apenas se apartó a tiempo.

Friedrich escupió sangre al suelo mientras se incorporaba, su rostro cubierto de polvo, sudor, y ese líquido espeso que le manaba desde una herida mal cerrada en la ceja. Sus ojos, inyectados en sangre, buscaron por instinto a sus hombres, a sus Portadores de Muerte, justo cuando estos arremetían de nuevo contra Viktor. Pero fue en vano. El enemigo no era un simple hombre, era una bestia vestida de hierro y malicia. Viktor despedazaba a sus soldados como si fuesen carne podrida, como si sus armaduras no fuesen más que papel mojado. Con movimientos brutales, de precisión antinatural y fuerza descomunal, quebraba cráneos, partía torsos, atravesaba pechos. Soldados que Friedrich había entrenado personalmente, veteranos de campañas infernales, caían como muñecos rotos, sin siquiera poder frenar su avance.

Friedrich apretó los dientes, la mandíbula tensa de furia, impotencia y dolor. Subió a su caballo manchado de barro y sangre que resoplaba por la nariz con rabia. Apretó con fuerza la empuñadura de su partesana, no por valor, sino por rabia, por frustración. No tenía que hacerlo. No tenía que lanzarse contra ese monstruo… pero su instinto, su deber, lo empujaban a hacerlo. Aún así, no fue él quien llegó primero.

Un impacto seco lo interrumpió: la gran maza de Alvar chocó de frente contra la alabarda de Viktor con un crujido de metal y un chispazo infernal. Ambos gigantes se frenaron por el choque. La tierra tembló bajo sus monturas. Kaspar, mientras tanto, surgió como una sombra a espaldas de Wilhelm, apoyándolo contra Vladis, ese otro coloso vestido de sangre y acero que parecía una montaña viviente.

—Perdónanos, mi señor… estos dos se escaparon. —gruñó Alvar, apenas conteniendo el empuje brutal del enemigo—. Por favor… déjenos encargarnos de ellos. Siga con el plan. ¡No se detenga!

El esfuerzo se notaba en cada palabra, la tensión visible en sus brazos, en los tendones del cuello marcados por el esfuerzo sobrehumano de detener a Viktor, de aguantar su brutalidad con cada golpe, cada acometida.

Friedrich asintió con un gruñido. Sujetó con firmeza las riendas, enderezó el torso y giró su montura mientras el rugido de los metales seguía retumbando detrás de él.

—Tienes la orden de no morir… ni tú ni Kaspar. Si la situación se vuelve insostenible, ¡retírense! ¡Dejen el maldito orgullo atrás y salven el pellejo! ¡¿Entendido?! —rugió mientras espoleaba a su montura con fuerza, alejándose.

—¡Sí, señor! —respondió Alvar sin desviar la mirada de Viktor, su voz como un martillo sobre el yunque.

Friedrich no perdió tiempo. Galopó entre los suyos, levantando su partesana con fuerza, su silueta envuelta en una mezcla de polvo y niebla de sangre. El caos reinaba, pero no iba a permitir que todo se perdiera en esa trampa.

—¡Quiero a los batidores en línea! ¡Que los heraldos griten la orden de retirada por los cuatro vientos! ¡La Tercera Ala debe retroceder y cubrir el flanco oeste! ¡La Sexta escuda la columna central! —gritaba mientras avanzaba, su voz apenas venciendo el estruendo de los choques, los relinchos, los alaridos de dolor y la sinfonía sádica del combate.

—¡Los jinetes del ala derecha deben reagruparse detrás del collado! ¡Que Valkar y sus mercenarios tomen la retaguardia ahora mismo! ¡No quiero verlos descansando ni un segundo! —bramó, girando el cuello hacia sus oficiales cercanos—. ¡Y la Segunda Vanguardia! ¡Vayan y levanteles el ánimo, carajo! ¡Que vean que no están solos! ¡Que vean que los generales de Thaekar aún respiran y pelean!

Las órdenes eran gritos entre estertores, ladridos entre rugidos metálicos, ecos de mando entre los aullidos de heridos y moribundos. La tierra estaba empapada de sangre, no había un solo rincón seco. Cada vez que un caballo caía, lo hacía sobre charcos calientes de entrañas y barro. Las pisadas de los jinetes retumbaban como el golpeteo de un corazón demente, el aire era una mezcla nauseabunda de hierro, carne quemada, pólvora y excremento.

Friedrich no miró atrás. No podía permitirse el lujo de hacerlo. Confiaba en Alvar y Kaspar. Tenían que ganar tiempo. Solo eso.

A lo lejos, pudo ver cómo Valkar reorganizaba a sus mercenarios con sorprendente rapidez. Formaban un muro de infantes curtidos, muchos con el rostro cubierto de sangre o vendas empepadas de sangre, todos con los ojos fríos y la sangre hirviendo.

Las líneas comenzaban a moverse. Lentamente, a empujones. Como una serpiente de hierro herida, la columna de Thaekar comenzaba su retirada entre el caos, bajo la lluvia de flechas enemigas, entre las cargas desesperadas, entre la putrefacción de los cadáveres y el agudo canto de las lanzas que se quebraban.

Pero no estaban rotos. Aún no.

Detrás de ellos, los martillos de Wilhelm y Vladis se seguían estrellando con fuerza brutal, con violencia asesina, con un eco atronador como el choque de dos mundos en guerra. Y entre ellos, la maza de Alvar y la alabarda de Viktor se trenzaban en una danza sangrienta, como si dos titanes se disputaran el derecho de acabar con todo lo que existía.

El infierno no estaba abajo. Estaba allí, entre la sangre, el acero y los hombres que aún no habían muerto.

Roderic observaba desde la colina, con una mezcla de calma serena y cruel expectativa, la carnicería que se desplegaba bajo sus ojos. Su mirada era la de un predador que contempla el caos sin emoción, evaluando cada movimiento no con urgencia, sino con calculadora paciencia. No se sorprendió demasiado de que Friedrich y Wilhelm lograran sobrevivir al primer embate de sus monstruos, Viktor y Vladis. No era exactamente una sorpresa, pero sí un ligero giro agradable al tedio de la guerra. Ver que los supuestos comandantes enemigos no eran idiotas incompetentes ni soldados de papel le arrancó una sonrisa leve, seca, casi burlona. Al menos no sería un juego de un solo movimiento.

Aquellos dos, el acorazado de mirada ardiente y el bruto del martillo, lograron escabullirse del primer asalto como ratas endurecidas por la miseria. Y eso, en medio de un campo saturado por los gritos agónicos, los relinchos de caballos desbocados, y el metálico crujir del acero chocando con la carne, resultaba, para Roderic, entretenimiento.

—Leontius —dijo con tono neutro, mirando de reojo al hombre a su izquierda—. Que la infantería pesada avance en formación "Colmillo Cortante". Cierra el cerco por el flanco izquierdo, haz presión constante. Quiero que los aplasten como si fueran paja seca.

La formación "Colmillo Cortante" era brutalmente eficaz en espacios abiertos: una formación compacta en forma de cuña triple, tres columnas anchas y pesadas que avanzaban como arietes de carne y acero. Cada columna estaba encabezada por un muro de escudos reforzados, detrás una línea de alabardas pesadas, y flanqueados por filas de infanteria ligera. En medio, ballesteros de elite. Cuando el avance se detenía, la línea se abría y los proyectiles se disparaban como un rugido de dragón. Luego la columna volvía a cerrarse.

Leontius no respondió con palabras, solo alzó su alabarda, giró sobre su caballo, y descendió con el estruendo de los tambores de guerra resonando tras él. Las banderas del ducado fueron izadas, y sus portaestandartes comenzaron a transmitir las órdenes a través de cuernos, banderas y tambores. Los batallones comenzaron a moverse como una marea de acero pulido, pesados y lentos, pero imparables.

Roderic entonces llamó a su heraldo.

—Dile a toda la caballería pesada que regrese. Todas las unidades. Y ordena a la caballería ligera que se agrupe en los riscos de Arukal, que esperen la señal. Los haremos regresar por los pasos de Vhal-Mardek.

El heraldo asintió y se marchó al galope, mientras los cuervos mensajeros alzaban vuelo y los tambores emitían los cambios en las órdenes. La vasta maquinaria del ejército de Roderic se reajustaba como una bestia que cambia de postura antes de saltar.

—Vladamir —llamó ahora a su Mano Derecha—. Asegúrate de que los cañones de órgano estén posicionados y listos. Cuando los thaekianos empiecen a retirarse, quiero fuego sobre ellos. Que se traguen la tierra hecha cenizas mientras escapan.

—Sí, mi señor —respondió Vladimir con su tono habitual, sin rastro de emoción, mientras espoleaba a su caballo y descendía colina abajo, guiando a sus hombres con la eficiencia fría de un verdugo ya acostumbrado a la muerte.

Desde lo alto de la colina, Roderic observaba como una deidad sombría el desenvolvimiento del caos que había sembrado. Sus 90,000 Lobos Negros aguardaban en formación impecable tras de él, como una mancha oscura y temible que manchaba el horizonte. El estruendo metálico de las armaduras, el relinchar de los caballos impacientes y el bajo murmullo de los tambores de guerra componían una sinfonía oscura que anunciaba un único destino para los enemigos: la aniquilación total. Roderic espoleó lentamente a su corcel, descendiendo la pendiente como si el mismo infierno caminara entre los vivos.

Abajo, la masacre era ya un paisaje de sangre y entrañas.

La formación "Colmillo Cortante", diseñada para romper líneas con brutal precisión, se arrojaba con una fuerza incontenible contra la retaguardia thaekiana. Era una cuña viva, impulsada por el odio y la disciplina, una lanza formada por cuerpos blindados que se adentraban en las filas enemigas con una violencia que desgarraba carne, hueso y espíritu. Las alabardas zusianas no cortaban, desgarraban; los filos curvos entraban por el pecho, se abrían paso hasta la espalda, y salían con órganos pegados al acero. Algunos legionarios del cuervo trataban de aguantar, luchaban con uñas y dientes, retrocediendo ordenadamente cuando podían, pero la presión era abrumadora. La formación los aplastaba, los estrangulaba, los reducía a montones de carne rota. Las botas pesadas resbalaban sobre intestinos reventados, los gritos eran absorbidos por el alarido colectivo de una batalla que ya había dejado de tener forma y se había convertido en carnicería.

Roderic inspiró profundamente, y alzó su mano. Con un simple gesto, activó el hechizo de amplificación. Su voz retumbó como un trueno sobre los campos teñidos de rojo.

—Hijos de Zusian, hoy no hay clemencia. Hoy no hay piedad. Hoy la carne enemiga será nuestra ofrenda. ¡Hoy somos la guadaña de los dioses! ¡Corten, desgarren, pulvericen! ¡No dejen nada vivo! ¡Dejen que esta tierra los recuerde como demonios de hierro! ¡Marchen sobre los huesos de sus enemigos y canten con su sangre!

La tierra misma pareció responderle con un gemido profundo cuando sus tropas gritaron al unísono, un rugido gutural que recorrió el campo como una ola de furia. Los Legionarios de Hierro aceleraron, la masacre se intensificó con una rabia desenfrenada. La moral de los thaeakianos se quebró por completo.

Los legionarios del cuervo intentaron mantener la cohesión, intentaron escapar en formación, pero las hachas zusianas cortaban como si desgajaran ramas secas. Los oficiales eran los primeros objetivos. Se les buscaba, se les apuntaba, se les derribaba con saña. Cada unidad que perdía su oficial era devorada segundos después. Hombres eran descuartizados, aplastados por caballos, empalados por lanzas, desmembrados por espadas bastardas. El aire olía a sangre, excremento, sudor, y pólvora seca.

La retirada que ya era desesperada, se convirtió en una fuga desesperada. Friedrich y Wilhelm lideraban la retirada como podían, cubiertos de barro, sudor y sangre ajena. La línea de retirada se extendía en dirección a los pasos de Vhal-Mardek, un corredor natural entre colinas escarpadas, riscos, gargantas boscosas y formaciones rocosas traicioneras. Era un embudo de muerte.

Roderic observaba con fría serenidad cómo las columnas enemigas avanzaban hacia esa trampa natural. Durante horas, sus hombres hostigaron sin pausa la retirada. No hubo prisioneros, ni perdón, ni redención. Quienes cayeron heridos fueron rematados sin vacilación, sus cuerpos destripados y dejados como advertencia. Algunos huían sin armas, sin armadura, llorando como niños mientras eran alcanzados por las flechas o pisoteados por caballos que ya ni reconocían bando.

Cuando el sol comenzaba a ocultarse detrás de las montañas, Roderic descendió para ver de cerca lo que tanto ansiaba: el funcionamiento real de los cañones de órgano.

Horas más tarde, los últimos soldados thaekianos o habían muerto, o habían logrado arrastrarse hasta los oscuros pasos de Vhal-Mardek. Roderic los había dejado pasar intencionalmente. No por bondad, sino por cálculo. Los pasos eran estrechos, encerrados entre colinas empinadas, riscos con piedras afiladas y árboles antiguos cuyas raíces se entrelazaban como nudos de serpiente. Un embudo perfecto para la muerte.

El general espoleó su caballo y galopó con elegancia entre los cadáveres, algunos aún convulsionando. La tierra, ya embarrada de sangre, parecía supurar. Quería ver de primera mano cómo respondían sus cañones de órgano, esas bestias de múltiples bocas de fuego que escupían metralla a una velocidad demencial. Por eso no había ordenado su uso antes, por eso los dejó pasar, para verlos ser diezmados como ratas en un túnel sin salida.

Y entonces, comenzaron los estallidos.

Friedrich, aún con el rostro cubierto de polvo y sangre, maldecía cada metro que recorría. Había perdido más hombres de los que calculó. Su ejército ya no se movía como una serpiente de acero, sino como un ciempiés herido, agotado, con miembros rotos. Los pasos de Vhal-Mardek eran su única salida, pero a cada metro ganado, a cada giro entre los riscos, nuevos horrores los aguardaban.

El primer estallido lo escuchó cuando la mitad de sus columnas ya estaban dentro del embudo. Un estruendo seco, agudo, como si el cielo escupiera fuego. Luego otro, y otro. Los proyectiles no eran como los de a inicio del combate. Eran más veloces, más numerosos. Desde lo alto de los riscos, carros con tubos como los de un órgano rugían como demonios de metal, vomitando decenas de proyectiles por segundo. Hombres estallaban como bolsas de carne. Cabezas explotaban, torsos se partían en dos, extremidades salían volando en todas direcciones. Un proyectil impactó justo en el rostro de un oficial montado; su cabeza desapareció en una nube de hueso y sesos. Su caballo, bañado en sangre, cayó sobre tres soldados más, aplastándolos con su peso muerto.

Desde los árboles y riscos, lluvias de flechas y virotes descendían como muerte en forma de madera y acero. No había dónde cubrirse, no había defensa posible. Gritos de pánico y órdenes desesperadas se mezclaban con los lamentos de los heridos. Algunos intentaban escapar escalando por los lados, solo para ser recibidos por más disparos, o emboscados por unidades ligeras escondidas entre la maleza. Otros intentaban protegerse con sus escudos, otros simplemente corrían sin dirección, pero el terreno los traicionaba. Tropezaban, caían, eran empalados. Desde las copas de los árboles y los riscos, los tiradores zusianos lanzaban con precisión quirúrgica, algunos incluso usaban virotes con púas diseñadas para quedarse incrustadas y causar infecciones mortales si no mataban al instante. El dolor era indescriptible, y los gritos de agonía comenzaban a sonar más como alaridos de animales que de hombres.

Cada segundo, más cuerpos se acumulaban, formando montículos de carne desgarrada, sangre coagulada y armaduras rotas. El aire era una mezcla nauseabunda de hierro, humo y carne chamuscada. Las moscas ya comenzaban a rondar los cuerpos tibios. Hombres sin piernas gritaban arrastrándose, buscando salvar una vida que ya se les escapaba a borbotones. Otros, con las vísceras colgando, jadeaban como bestias heridas, con la mirada perdida, sabiendo que la muerte venía y que lo único que quedaba era resistirse a ella un segundo más.

Friedrich apretó los dientes con tanta fuerza que sintió un crujido en su mandíbula. Su caballo galopaba con dificultad entre cadáveres, sangre y lodo, su pelaje empapado en rojo. La rabia y la impotencia le hervían dentro como lava en un cráter a punto de estallar. Su mirada, crispada de odio, se clavaba en el camino de ruina que dejaba tras de sí. Era una retirada, sí, pero más bien parecía un éxodo infernal. Su columna, que horas atrás avanzaba con disciplina, era ahora una serpiente quebrada, una línea desordenada de hombres desmoralizados, heridos, y moribundos. El terreno, lleno de salientes rocosas y raíces traicioneras, se volvía una trampa mortal donde cualquier paso podía acabar en una caída, en una jabalina zusiana, o en una descarga de proyectiles lanzados desde los riscos.

Friedrich alzó la vista hacia el cielo encapotado, sintiendo como la noche descendía, oscura y sin piedad, como un manto de condena. El rojo del atardecer teñía los riscos, haciendo parecer que las montañas mismas sangraban. Vhal-Mardek, ese conjunto de pasos estrechos entre colinas escarpadas, riscos afilados y bosques apretados, era ahora una garganta abierta y lista para tragar a su ejército. No tenía opción: debía reagruparse, encontrar uno de los fuertes de montaña, pensar. Sobrevivir. Y después, planear la maldita venganza. Roderic pagaría esto. Lo haría con cada gota de sangre.

Roderic, mientras tanto, observaba todo desde una colina cercana, tranquilo, casi inmóvil. Su montura negra resoplaba impaciente, pero él apenas se movía. En su rostro no había sonrisa, ni crueldad, ni burla. Era algo más oscuro, más frío. Era hambre. Pura y cruda hambre de guerra. Sus ojos, dos esquirlas heladas de azul brillante reflejando la orgía de violencia que se desarrollaba abajo con un deleite sin palabras, sus ojos titilaban como si en su interior ardieran fuegos que no se habían visto desde hacía siglos. Era una mirada que solo un hombre como él podía sostener: la mirada de un conquistador aburrido, de un dios de la muerte esperando un reto digno. Por fin, algo lo sacaba de la monotonía de su leyenda. Era el primer estímulo verdadero en años. Finalmente, algo se acercaba a ser digno de pelear contra el.

—Se ve satisfecho, mi señor —dijo Vladimir, su segundo al mando, acercándose en su propio caballo. Sus palabras eran cautas, casi como si temiera interrumpir un ritual.

Roderic no apartó la vista del caos.

—La primera sangre siempre es la mas entretenida —respondió Roderic sin voltear a verlo, con una voz grave, cargada de calma y brutalidad contenida—. Antes de entrar en los días lentos, en los choques repetitivos y en las escaramuzas sin sentido. Además… tal vez solo sea una ilusión, pero huelo algo en el aire… algo más. Esta guerra podría ser más interesante de lo que esperaba. Las guerras difíciles estimulan a los talentos jóvenes. Me agrada ver cómo se rompen… o cómo se forjan. Y siempre es placentero asesinar a un monstruo antes de que tenga la oportunidad de convertirse en uno.

terminó, espoleando su caballo y regresando lentamente a su campamento mientras el aire nocturno se llenaba de humo, gritos y el olor acre de la pólvora. A sus espaldas, el paso de Vhal-Mardek ardía en llamas, y el viento soplaba desde allí, trayendo consigo el hedor de la carne quemada.

Así terminó el primer día de batalla por las montañas de Karador.

Roderic Ironclaw, El Invicto, El Demonio de Ojos Azules, Primer General del Ducado de Zusian, desplegando 46 Legiones de Hierro —un total de 18,408,000 legionarios zusianos— había aplastado sin misericordia a una fuerza de 156 Batallones de Plata, que sumaban 11,505,000 soldados del Marquesado de Thaekar, con el refuerzo de la temida Legión del Cuervo: una compañía mercenaria de 14,000,000 soldados endurecidos, profesionales, despiadados. Una fuerza combinada de 25,505,000 hombres, comandada por Friedrich von Schwarzeck "La Llama de Plata", Wilhelm von Thornhart "Sol de la Victoria", y Valkar Senek "El Hombre de Hierro".

Ese día, más de 6 millones de esos hombres cayeron. De ellos, 4 millones eran mercenarios. Los otros 2 millones, soldados de los batallones de plata.

Del lado zusiano, apenas 860,000 hombres murieron.

Esa noche, mientras el viento helado soplaba desde las cumbres y los lobos aullaban entre los riscos, las almas de los caídos comenzaban a ascender, y la guerra apenas había comenzado.

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